Se dice del trío que es feliz y transgresora combinación. Que quienes participan en un trío, difícilmente se dejarán embaucar por las apócrifas palabras del amor. El solo hecho de estar en un trío constituye no sólo una violación a la normatividad pequeño-burguesa que rige las relaciones entre los seres humanos, sino el mejor modo de pulverizar la propiedad de unos sobre los otros, pues, ¿quién apetecería ser dueño de dos personas al mismo tiempo si una sola provoca tantos dolores de cabeza?

No era el deseo de quien esto escribe hablar de este tema, pero la sola escritura de la palabra trío trastoca y trastrueca el sentido de las cosas, y relega a segundo plano lo que en realidad debería estar en primerísimo término: el trío musical en su forma más socorrida, que es la de violín, piano y violonchelo, y que para hablar de él ningún ejemplo mejor que el denominado trío El fantasma de Beethoven.

Acaso una de las dotaciones más felices.

Para quienes gustan de ese diálogo acerbo entre el violín y el violonchelo, que se entreteje en los cuartetos de cuerdas; o para quienes se deleitan con la majestad del piano y el violonchelo, o la contundencia del violín y el piano, el trío garantiza un océano musical de suave y delicada navegación.

Generalmente, los grandes autores han sido proclives a los tríos. Mozart tenía especial predilección por ellos, y ni qué decir de Beethoven, que vivió la experiencia multitud de veces, lo cual también podría asegurarse de Schubert, Mendelssohn, Schumann y Brahms —en especial Schubert y Brahms se vaciaron en los tríos. Los rusos también tienen lo suyo. Muy destacado el de Tchaikovsky, que cimpuso a la muerte de Anton Rubistein, y el de Rachmaninov, cuyo Trío Elegiaco compuso a la muerte de Tchaikovsky, y que es tan sublime como desgarrador. Y qué decir del Dumky de Dvorák, que desde las primeras notas todo alrededor se purifica y consagra.

Aunque hay tríos que figuran en el corazón mismo de la música, y que los niños silban aun antes de pronunciar sus primeras palabras, como el de Beethoven que da lugar a estas líneas; es tan prodigioso, que cuando sus integrantes se reúnen, los profanos suelen espiarlos desde la calle o la habitación contigua. A ver quién entra primero, quién enseguida y quién al último. Nada que ver, por cierto, con el otro célebre de Beethoven, El Archiduque que, como su nombre lo indica, fue compuesto para el Archiduque Rodolfo, gran benefactor del viejo sordo, y que es el menos sólido de los célebres entre los célebres. Su segundo tiempo, un andante reblandecido como un almohadón de plumas, recuerda en mucho el segundo tiempo de la sonata Kreutzer, también de Beethoven, y que, resuelto en variaciones, es otro andante de esos que bien pueden escucharse a la hora de conciliar el sueño para evitar el insomnio.

Pero yo estoy hablando de El fantasma y no quiero perderme en bagatelas.

Si algo caracteriza este trío es su intensidad, construida en una especie de lirismo que se extiende como un manto benigno de principio a fin. Porque desde que las primeras notas deslizan su canto, todo gira alrededor de una música trágica y dulce al mismo tiempo, como aquellos dramas shakespereanos que simultáneamente despliegan un no sé qué de ternura y un mucho de tragedia. Se dice, por otra parte, que la historia de este trío es en efecto trágica, pues Beethoven lo dedicó a una querida amiga suya, cuyo hijo, aún, niño, había muerto sumiéndola a ella en la desesperación y el dolor más profundos.