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En tiempos recientes, las autoridades han hecho un uso intensivo del reprobable mecanismo de la falsificación de la verdad.

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Nochixtlán, Tanhuato

 

La Corte Interamericana de Derechos Humanos es una pieza extraordinariamente importante del sistema hemisférico de protección de la dignidad humana. No sólo tramita y resuelve los juicios instaurados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, también emite criterios interpretativos que son de observancia obligatoria para todos los Estados que han reconocido su jurisdicción contenciosa.

Ese majestuoso tribunal internacional acaba de celebrar en nuestro país su 55 periodo extraordinario de sesiones. En la audiencia pública final se ventiló el caso de Jorge Valencia Hinojosa, de nacionalidad ecuatoriana, quien en el año 1992 fue encontrado muerto luego de una persecución policíaca. Las autoridades practicaron la investigación correspondiente y concluyeron que se trató de un suicidio. La viuda alegó ante los jueces humanitarios que la indagatoria no fue llevada a cabo con la debida diligencia, no obstante la existencia de indicios que indicaban que los responsables de la muerte habían sido los miembros de las fuerzas de seguridad, y que hubo una confabulación para ocultar la verdad; versión coincidente con la narrativa desplegada en la demanda con la que se abrió el litigio interamericano.

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Los ilustres integrantes de la Corte de San José seguramente habrían hecho una mueca de enorme disgusto si hubiesen sabido que en el país anfitrión el tema sometido a su consideración es una práctica usual, una constante, una suerte de reflejo pavloviano inherente a quienes ejercen el poder coactivo del Estado. Baste recordar que hace casi 48 años el régimen de la época acusó a los líderes del movimiento estudiantil de 1968 de haber sido los responsables de la infame matanza de la plaza de Tlatelolco, a sabiendas de que ese horrendo genocidio había sido planeado, ejecutado y encubierto desde las entrañas mismas del aparato gubernamental.

En tiempos recientes, las autoridades han hecho un uso intensivo del reprobable mecanismo de la falsificación de la verdad. El arquetipo de este modus operandi es, sin duda, la grotesca y defenestrada tesis de la ejecución de los normalistas de Ayotzinapa en el basurero de Cocula, urdida por las autoridades con el fin de darle carpetazo a la investigación.

Lo ocurrido en torno a la tragedia de Nochixtlán es otra muestra de este incesante afán corruptor: voceros gubernamentales se dieron a la tarea de sembrar en la opinión pública la idea de que los elementos policíacos fueron emboscados por miembros de un grupo subversivo. El parte oficial rendido en relación con las ejecuciones sumarias de Tanhuato acusa el mismo vicio de origen, pues, tal y como se evidenció a lo largo de la histórica recomendación que acaba de emitir la CNDH, su contenido no corresponde a la realidad.

La emisión de un enérgico ¡ya basta! ciudadano y el enjuiciamiento de los responsables directos y por cadena de mando de los ataques al derecho humano a la verdad, son dos de los pasos a seguir para desterrar esta gravísima patología.