El impacto de la Consagración de la Primavera (29 de mayo de 1913) no se debió nada más a la música de Igor Stravinsky, sino a la unión de varios talentos. De Sergei Diaghilev, promotor de la música rusa, y de Vaslav Nijinsky, el celebérrimo coreógrafo y bailarín ruso.
En la biografía que escribió su esposa y que se intitula simplemente Nijinsky, describe Romola, su viuda, la experiencia de aquella noche: “No cabe duda que yo presagiaba cualquier reacción del púbico, pero nadie, entre los que estaban allí, esperaba lo que sucedió. Los primeros compases de la obertura provocaron una serie de cuchicheos, y después la asistencia comenzó a comportarse no como el muy digno público de París, sino como una banda de criaturas malcriadas e impacientes. Uno de los testigos, Carl van Vetchten, se refirió así a la memorable velada: ‘Parte del auditorio se vio sacudido por lo que se suponía un atentado blasfematorio destinado a destruir el arte de la música; dominado por el odio, apenas se levantó el telón comenzó a manifestarse silbando y haciendo comentarios en voz alta respecto a la manera como el espectáculo iba a continuar. La orquesta tocaba sin poder ser oída, salvo en los escasos momentos que el barullo era menor. El joven que estaba sentado atrás de mí, en el palco, se incorporó durante el ballet, para poder ver mejor. Y era tal su excitación, que poco después comenzaba a golpear rítmicamente con los puños en mi cabeza. Pero mi emoción no era menor, puesto que durante algún tiempo no sentía esos golpes’. Sí, verdaderamente el bullicio y los gritos llegaron al paroxismo. Todos silbaban e insultaban a los bailarines y al compositor, vociferaban y reían. Monteux (el director) lanzaba miradas afligidas a Diaghilev, quien sentado en el palco de honor, le hacía señales para proseguir la ejecución. Cierta señora, ricamente vestida, se levantó y dio una bofetada a un muchacho que desde un palco vecino tomaba parte en el escándalo. Acto seguido se irguieron los caballeros que rodeaban a la ilustre dama y se intercambiaron tarjetas entre los hombres. A consecuencia de esto se realizó un duelo al día siguiente. Otra señora de la sociedad escupió en el rostro de uno de los más entusiastas. Una princesa abandonó el palco diciendo: ‘Tengo sesenta años, pero es la primera vez que alguien se atreve a burlarse de mí’. En ese momento Diaghilev, que estaba lívido, gritó: ‘¡Por favor, esperen que el espectáculo termine!’. Siguió una tregua pasajera, pero sólo pasajera. Apenas terminó el primer cuadro, prosiguió el alboroto. Yo ya me sentía mareada en medio de ese infierno y corrí hacia el escenario, lo más aprisa que pude. Allí la atmósfera no era mejor que en la sala. Los danzarines temblaban, apenas retenían las lágrimas, y ni siquiera hacían ademán de volver a los camerinos. Se inició el segundo cuadro, pero ya no era posible oírse la música. No pude volver a mi butaca, y como los artistas se apiñaban ya agitados, me vi también impedida de retomar mi antiguo lugar entre bastidores. (…) Todos estaban agotados al final de la representación. ¡Un largo mes de trabajo de composición (coreográfica), ensayos sin cuenta, y finalmente un fracaso así de incomprensión y escándalo! El camerino de Nijinsky se vio invadido por Diaghilev y todo un grupo de amigos y admiradores que hablaban y discutían. Nijinsky tomó la cosa con relativa calma ahora que ya todo había pasado y nadie necesitaba más de su energía y de sus ánimos. Stravinsky deliraba, aunque el sentir unánime indicaba que la creación era buena, y que tarde o temprano tenía que ser aceptada”.
Hasta aquí la crónica de Romola Nijinsky. Así aconteció el estreno de la Consagración de la Primavera.

