La épica no se agota, el Banco mundial de la literatura es la épica, Aquiles en la Ilíada, Ulises en la Odisea, Siegfried o el Cid Campeador, son formas que toma para plasmar aquello que su época tiene que decir, oyendo lo que nadie dice, pero que todos piensan. Creadores: esta mano invisible en apariencia y en realidad bien terca que nos ha creado, nos ha venido creando y nos sigue recreando, nos dio dos ojos y una sola boca, dos oídos pero una sola boca, para que primero viéramos y oyéramos antes de hablar. Creador que no ve, creador que no escucha, no sirve para armar en los abismos de una época, el inventario que vive a través de la épica. No podrá declarar como Ethel Krauze: “Quiero el botín, me pertenece…”.

Con cuarenta obras publicadas, la Krauze es una voz de nuestro tiempo y nos muestra que la lucha es en casa. El más allá del sexo es siempre un ama de casa a quien hemos dejado encargada de toda la verdad. Vieja Helena de Troya antaño pretendida, guardiana, custodia del tesoro, extrae el fuego hegelianamente para libar la pulpa, el resultado, y que brote la magia en los trasiegos del armario. Si va por el botín de la cocina su derecho es partir “la rebanada del pastel,/ la última”. Esta mujer de Otra Ilíada, con Ethel, viene a decirnos que la lucha no está en los navíos que traga el Helesponto, sino aquí dentro, en casa, donde parece que no hay nada de épico, sino la sola mugre que limpiar: “El suelo de la cocina es la mugre en persona,/ la mugre entera,/ perfecta,/ la diosa mugre”.

Por pulcritud se avanza hacia la idea de la casa…, “hacia la idea del Estado: cáscara de huevo/ pegada al vaso”. El poema, es aquí el: “Iluminada seas, llegó tu hora.// Nadie ha cantado una oda al odio puro de lavar los trastes”. De reojo diría el cantor del hogar: “que los mejores lauros de la gloria/ son los que se cosechan en secreto”, y agregaría el ama: “Nadie predijo que la Gloria es fácil”. Cautiva que en el Canto primero de la obra, responde al Cautiverio de Briseida, esclava por la noche disputada, de día reflexiona en sus hijos chiquitos: “El grande quiere hot cakes de plátano con nueces;/ El de en medio, molletes de frijoles;/ la pequeña, su cereal de colores con pasitas;/ y todos, su chocolate caliente con espuma…”.

El Absoluto busca cocinando, trapeando, como la Kyra Galván del poema de las contradicciones ideológicas surgidas al lavar un plato, bien puede repetirse a sí misma: “Toda la casa es una Ilíada,/ es tu Ilíada”. Sobrevive al festín de máquinas inteligentes, lavadora, secadora, licuadora, aspiradora. Moderna hechicera, Trata de convencer a los pequeños de las bondades del horno micro ondas, pero no, ni pensarlo: “No sabe igual… ni modo./ No hay discurso de Hegel capaz de remediarlo”. Para el ama de casa de esta trama sin fin, la de volver, la de partir, “el cuarto de los niños es teatro sin retorno… no tiene espectadores,/ ni cuenta con aplausos”.

Arregla lo que tiene que arreglar, “Las ollas van a las repisas altas,/ abajo los platitos para el té/ y tú, madona de la vida diaria,/ te ganas un encore,/ ¡otra vez! ¡otra vez!”. De ahí a la trascendente, a la mujer que busca el Absoluto en la lumbre que le sembraron ojos, con que la ataron otros, la del Canto Segundo intitulado: “La rebelión de la salvaje”, la que guarda el secreto de las apariciones de lo bello, de las transformaciones de lo cierto, no hay quien se le resista. Sirena, fuente, resurrección, ¡aquí está la mujer!

Practica “la llamada/ O el conjuro”. Cuando decimos el motor de la humanidad es la mujer, decimos que el motor de la humanidad es el amor dondequiera que esté, “volando precipicios/ con una sola ala”, junta la señora y la niña, Penélope tejiendo un relámpago, ¡es ella! La reconocemos nosotros como a Ulises el perro en la Odisea. Es la mujer que triunfa de lo amargo, con un algo de bruja, y de leyenda.

El fondo es de anagnórisis, de reconocimiento sin límites. Pudo ser Afrodita, madre de Eros picado por una abeja, pudo ser Atenea, inteligencia emocional, o la “Venus de Milo con cajones” que atrapara Dalí, su closet lleno de sabiduría la perdió, la volvió a encontrar, una de sus lecturas es que hay que perder para encontrar, —aquí se formatea todo Oriente—, perla que invita a entrar al silencio, habitarlo, nos curará si esto de vivir tiene cura, mas por lo pronto “es una enferma de voz… un aullido”.

Toda mujer disputa a su Moisés el privilegio de la zarza que arde sin consumirse, toda mujer enseña a Moisés, y esa mujer que enseña es simplemente una diosa, el ser detrás del ser, la sangre devota diría López Velarde, que ni en las encerronas de la mística se sacude o reniega de su tronco animal: “Sobre el tejado dejaré mis huellas/ hasta que cante la madera,/ hasta que canten los troncos de la higuera,/ trazaré con las patas/ el hilo de mis venas/ y danzarán por ellas/ todos los ecos que mi nombre encierra”. No sabe lo que toca el que lee este libro de Ethel Krauze. Son los 360 grados del eterno femenino, y es en fin, la mujer madre, la que espera, a su héroe, su Ulises, a su hijo, a su padre, y a ese algo que vendrá. ¡Oh mujer con estrella que a las puertas de la eternidad nos dice: “Prometo cantar sin fin”.

Ethel Krauze, La otra Ilíada, Ediciones Torremozas, Cubierta: Jesús Herrero, (Col. Torremozas Poesía 296), ediciones@torremozas.com, Madrid, 2016.