El error no estuvo en invitar a Donald Trump a México. El error radicó en la falta de estrategia para lograr que él, un racista, un declarado enemigo de México y de los mexicanos, y un perdedor —hasta ese momento— en las encuestas, fuera el primero en inaugurar la reunión entre el presidente Enrique Peña Nieto y los candidatos norteamericanos a la Casa Blanca.
El segundo gran error y tal vez el más importante radicó en confundir, por parte del gobierno mexicano, las relaciones públicas con la política exterior. La diferencia entre una y otra no es baladí. Menos, cuando se va a conversar con alguien que además de estar dedicado a ofender la dignidad de una nación, promete llegar a la Casa Blanca para destruir a México.
Y ése es el tercer yerro. Quienes tienen y tenían que entender quién es Trump no lo entendieron. No internalizaron que iban a recibir a un fanático que, desde que lanzó su candidatura, trazó como eje central la promesa de levantar un muro no solo para impedir la entrada de migrantes sino para aislar a México.
Y eso es otra parte que no se entendió. Ni se entiende. Hablar de quién va a pagar la construcción del muro es secundario. Cuando Trump en Arizona, horas después de reunirse con Peña Nieto, dijo que “ellos no saben que lo van a pagar” no se está refiriendo a quién va a poner los ladrillos sino el costo comercial, económico, político, social y humano que va a tener para este país lo que sería simple y llanamente un bloqueo.
Digámoslo de manera metafórica. El candidato republicano, si pudiera, invertiría su fortuna para hacer desaparecer a sus repugnantes vecinos.
¿Qué se pretendió al invitarlo? ¿Que cambiara de opinión? ¿Que nos dejara de ver como siempre nos ha descrito? ¿Como una horda de violadores y delincuentes, faltos de inteligencia y pertenecientes a una raza que no es la suya?
Trump le viene declarando la guerra a México desde que decidió convertirse en presidente de Estados Unidos, y el gobierno mexicano lo recibe con absoluta y enfermiza ingenuidad.
¿Acaso tenemos un gabinete afectado por el síndrome de Estocolmo?
La política exterior —y no las relaciones públicas— tiene reglas, códigos, protocolos, discurso, formas para tratar a quienes son hostiles y preservar en todo momento y bajo cualquier circunstancia la dignidad ante potencias e imperios amenazantes.
No, no se trata de asumir actitudes patrioteras —como los justificadores de la visita sostienen— sino de conducirse como auténticos hombres de Estado. O como el genio de la diplomacia, Henry Kissinger, diría: a partir de la real-politik.
Es decir, relaciones internacionales basadas en los más altos intereses de la nación. Si la razón de Estado —y no la ocurrencia— hubiera dominado, se habría puesto sobre el escritorio presidencial cuando menos dos o tres consideraciones de peso.
Primero, ¿qué ganaba México y qué el gobierno en un momento de crisis política interna? Segundo, ¿a quién le iba a beneficiar más el encuentro: a Trump o a Peña Nieto? Y tercero, ¿tenía sustento la posibilidad de cambiar la opinión y actitud del candidato republicano hacia el país por el solo hecho de haber sido invitado a Los Pinos?
Pero hay una duda que es a la vez una certeza: si Trump no fuera quien es a nadie se le habría ocurrido la idea —la mala idea— de invitarlo a México.
Hillary Clinton dejó ver en Twitter su enojo por la recepción a Trump: “dime con quién andas y te diré quién eres”. Sabemos quién es Trump. Sí, todos lo saben, menos quienes tendrían que saberlo.
There’s an old Mexican proverb that says “Tell me with whom you walk, and I will tell you who you are.”
We know who Trump is.
— Hillary Clinton (@HillaryClinton) 25 de agosto de 2016
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