Los cuadernos de Ariadna es una novela sobre el poder político; pero también una novela histórica, si atendemos a que unos personajes pertenecen a la historia de México y otros son de ficción, como Ariadna, la protagonista, a pesar de que el autor considera que es medio autobiográfica porque se inspiró en su hija. Puede considerarse, con sobrada razón, una novela erótica. Describe la ciudad de México de la primera mitad del siglo XX, por lo cual caería en el género de la crónica y como se trata de averiguar el responsable del asesinato de la prima de Ariadna, se le puede colocar en el estante de las novelas policíacas o considerarlo un trhiller, vale decir una trama basada en el suspense y la intriga. Según dijeron los comentaristas, también aborda el esoterismo, como ya se dijo el amor filial y en especial la filología, porque Marcelino, el padre de la Ariadna del título, es corrector de estilo, el que revisa originales y los lima de errores gramaticales para dejarlos listos para la imprenta. Por lo que se dijo en la presentación de este libro, (quien esto escribe apenas lo compró y todavía no lo lee) Marcelino es el corrector de estilo de Vasconcelos.

            Como siempre, Héctor Anaya convirtió la presentación de este libro en un show, que se escenificó en el Teatro Wilberto Cantón, de la Sogem (Sociedad General de Escritores de México), lugar que es prácticamente la casa de Anaya, porque fue, (tal vez lo siga siendo), profesor de la escuela de escritores de esta asociación.

El cartel de la presentación, de lujo, lo integraban la cuentista y maestra universitaria Beatriz Espejo; una actriz que encarnó a Ariadna, la bella e inteligente protagonista de la novela y leyó algunos fragmentos; el profesor Carlos Pallán, colega de Héctor en la Universidad Metropolitana, el ensayista Andrés Luna, especialista en erotismo, es decir, en el tema del erotismo y el periodista Ricardo Rocha.

            Apenas tomaron la palabra, comenzó la ´polémica entre Beatriz Espejo y Héctor Anaya, mientras, entre el público, algunos tomábamos partido y los más se asombraban de la iconoclastia de Anaya, porque, una de las vacas sagradas (como se decía antes) de este país, es José Vasconcelos, a quien Héctor, como dijo, lo puso en el lugar que le corresponde.

            Beatriz argumentó que como Secretario de Educación Pública, Vasconcelos impulsó al muralismo, la legendaria colección de los clásicos con sus tapas color verde seco, el despegue de la alfabetización del país, las misiones culturales con profesores de primaria, técnicos en la producción económica de la región y artistas de renombre. Vasconcelos fue rector y creador del lema de la Universidad Nacional, autor, en fin, del Ulises criollo y la zaga de sus memorias, concluyó la escritora.

            Anaya, con esta sí verdad histórica, replicó: el llamado “maestro de América e “insigne rector” de la Universidad Nacional, nunca dio una clase ahí, sólo impartió clases en las universidades de Estados Unidos, donde, añadió Héctor irónico, “pagaban en dólares”. (No dijo Héctor que sus servicios legales eran también para compañías de ese país). “Sí, odiaba a los yanquis, pero con un antimperialismo de derecha”, remató el autor.

            Plazas, calles y hasta “un tramo del Circuito Interior” llevan su nombre. Tiene un lugar en el calendario laico de nuestra historia, pero sus restos están en la Catedral metropolitana, porque indicó a sus familiares que no permitieran que lo enterraran en la entonces Rotonda de los Hombres Ilustres, para, citó Anaya, “no compartir espacio con masones y ateos”. Era, “nazifascista”, como lo era su revista Timón. (Véase, en línea, el texto de Héctor Orestes Aguilar).

            Sobre el lema y escudo de la UNAM (que es un mapa de América Latina), Héctor Anaya precisó que en su libro, En el ocaso de mi vida, Vasconcelos confiesa que, en efecto, la frase completa era: “Por mi raza hablará el Espíritu Santo”. (La verdad, quien esto escribe, aunque conocía perfectamente la ideología racista y fascista de Vasconcelos, suponía que lo del “espíritu santo” era un rumor o un ingenioso chiste de un estudioso de la vida y obra de Vasconcelos).

            No se detuvo ahí, el escritor, recordó lo que todos sabemos, lo mal que se portó con las mujeres, con Antonieta Rivas Mercado, pero también con la salvadoreña Consuelo Suncín, (sí, la que se casó primero con Enrique Gómez Carrillo y luego, con Saint-Exupéry, el autor de El Principito, como lo cuenta Fabienne Bradu en Damas de corazón. En Antonieta, Bradu narra la vida de Rivas Mercado). Héctor recordó que Suncín aparece como Charito, otra figura estelar, en las memorias del filósofo, pero Anaya se detiene en Elena Arizmendi, que en las memorias de Vasconcelos se llama Adriana y que llevó al filósofo, según Héctor, a escribir “páginas admirables”. Finalmente, y con gracia, Anaya dijo que en su novela, Vasconcelos fue “un daño colateral”.

Ricardo Rocha contó que conocía a Héctor de toda la vida, porque, aunque no vivía, Héctor, en la colonia Morelos, enamoraba a una de las hermanas de Rocha y, por lo tanto, rondaba por el rumbo y más tarde, como todos sabemos, compartieron espacios televisivos. Rocha, la verdad, dio en el clavo al decir simple y llanamente que en Los cuadernos de Ariadna, las protagonistas absolutas son las palabras.

Vasconcelos tiene que emplear a un corrector de estilo, Marcelino, el padre de Ariadna, porque escribía muy mal. Y concluyó Héctor y esto no lo digo sólo yo, sino Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Antonio Castro Leal, y más recientemente José Joaquín Blanco y Christopher Domínguez Michael. En efecto, la novela, con el pretexto de la profesión de Marcelino, permite discutir el tema que apasiona a Héctor Anaya: la lengua española.