2 de octubre no se olvida
Por José Elías Romero Apis
Dice la clásica consigna que el 2 de octubre no se olvida. Pertenezco a una generación de mexicanos cuyas vivencias de juventud universitaria estuvieron impregnadas por un brusco despertar que ha sido indeleble.
Como en cada aniversario del 2 de octubre, surgen las voces que demandan y reclaman el esclarecimiento de los hechos de Tlatelolco. Surge, de nueva cuenta, la insistencia por el establecimiento de una comisión de la verdad que se encargue de satisfacer una tributo a la historia y a la justicia. La demanda puede ser muy legítima vista desde muy diversos ángulos. Pero no queda muy en claro si esta comisión podría satisfacer a la justicia ni si a esta comisión le correspondiera satisfacer a la historia. Lo primero porque el asunto, en lo que concierne a la justicia, ha llegado a un punto irresoluble. Y, en lo que concierne a la historia, parece un anacronismo a estas alturas de la biografía de la humanidad que todavía existan ingenuos que soliciten que una comisión de gobierno se encargue de dictar la historia.
Bordar fantasías históricas y jurídicas sobre esos hechos de poco servirían para la historia y de nada para la ley. En el ámbito jurídico penal han acontecido dos fenómenos que impiden el castigo: la extinción y la prescripción.
La primera de ellas deviene de una norma que establece que la posibilidad de castigo se extingue por la muerte del inculpado. Y, en el caso que nos ocupa y si el responsable fue quien todos creen que fue, está muerto y no hay manera de llevarlo ante un juez.
La segunda cuestión es que, por el transcurso del tiempo, después de casi 50 años, han quedado canceladas las posibilidades de enjuiciar y de castigar a los responsables. Pero, si en lo jurídico no hay nada que hacer, en lo histórico todo está hecho. En el caso del 68 casi todos coinciden en el mismo culpable. Por eso, si este personaje ya ganó en lo jurídico, aunque haya sido culpable, ya perdió en lo histórico, aunque haya sido inocente.
Por eso creo que es importante que las nuevas generaciones conozcan los hechos no para el rencor, no para la amargura y no para el resentimiento que la mayoría de nosotros hemos remitido para instalarnos en el esfuerzo propositivo y constructivo a que me he referido. Me interesa, tan sólo, que los conozcan en lo que puedan servirles para la previsión de su propio acontecer futuro.
Ésa es la única memoria y la única verdad que puede rescatarse de Tlaltelolco. La fe en el valor de la política como lo único que nos puede alejar de la barbarie, de la sinrazón y de los odios.
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