Después del NO de Colombia

Por Andrés Molano-Rojas*

 

Algunos analistas advirtieron desde el principio que, aunque la refrendación popular convalidara el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera alcanzado entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, el resultado sería todo menos contundente.

Lo que nunca esperó nadie — ni los expertos, ni los líderes de diversos sectores políticos y sociales, ni el conjunto de la ciudadanía — fue que el rechazo al Acuerdo lograra imponerse, como en efecto ocurrió el pasado 2 de octubre.

En marcado contraste con lo que dejaban entrever las encuestas, el escrutinio final reveló un estrechísimo margen entre los votos por el “sí” (favorables al Acuerdo) y los votos por el “no”. La victoria del “no” constituyó, por sí misma, un incontestable hecho político, con independencia de su valor cuantitativo (una ventaja de poco menos de 55 mil votos sobre el “sí”), e incluso, a despecho de la abstención — que alcanzó el 62,5%, el porcentaje más alto desde las elecciones presidenciales de 1994. Este inesperado hecho político puso en evidencia la imprevisión tanto del Gobierno como de los detractores y críticos del Acuerdo, así como de la principal fuerza de oposición, agrupada alrededor de la figura del expresidente y actual senador Álvaro Uribe, y su partido político, el Centro Democrático.

El presidente Juan Manuel Santos ha apostado todo su capital político por la negociación con las FARC, y de manera similar, apostó de manera absoluta por el triunfo del “sí”. La firma oficial del documento acordado, que tuvo lugar en Cartagena de Indias una semana antes del plebiscito, constituyó la apoteosis de una campaña que consideró tan ganada en el escenario interno, como en el plano internacional. Pero a la hora de votar, poco pesaron en la ciudadanía los aplausos de varios jefes de Estado y de Gobierno, o las palabras del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon. El triunfalismo y el exceso de confianza, así como su tendencia a subestimar las dudas, rechazar la crítica y descalificar el debate sobre los términos del acuerdo con las FARC, acabaron pasando una cuenta de cobro que el Gobierno no tenía previsto amortizar.

Por su parte, los votantes del “no” — que en modo alguno se limitan al uribismo, por más que políticamente sea éste el que pueda reivindicarlos — votaron sin mayor expectativa de victoria. Ya fuera porque pensaron en su voto como una declaración de principios antes que como una expresión política útil; porque consideraban — como en efecto lo manifestaron algunos voceros del Centro Democrático — que el Gobierno promovía el “sí” con todo tipo de ventajas; o porque aspiraban simplemente a generar un contrapeso que balanceara la correlación de fuerzas políticas de cara a la implementación, carecían de una hoja de ruta que trazara el camino que debía seguirse en caso de alcanzar la mayoría de los votos. En consecuencia, en la tarde del 2 de octubre se encontraron en una difícil coyuntura: la de decidir qué hacer con el resultado favorable obtenido.

No puede interpretarse el resultado de la jornada electoral como un rechazo a la “paz”. Lo que estaba en discusión era el Acuerdo Final alcanzado en La Habana, y en particular, lo que importantes sectores consideraban excesivas concesiones a las FARC — especialmente a su dirigencia — en materia de justicia transicional y participación en política. Sin embargo, también entró en juego la valoración del gobierno, del liderazgo y la figura del presidente Santos, casi como si se tratara de un voto de confianza. A ello acabaron añadiéndose algunas consideraciones por completo ajenas al Acuerdo, como la defensa de los “valores familiares” invocada por algunas confesiones religiosas para justificar su rechazo del mismo; o emociones políticas básicas derivadas de la narrativa según la cual el Acuerdo allanaría el camino a la “venezolanización” del país y al advenimiento del “castrochavismo”.

Colombia

El actual predicamento político

El Gobierno. Se está viendo forzado a asumir las consecuencias de su gestión de la negociación, de su incapacidad para dotar de legitimación social y política suficientes al proceso de La Habana; y se ve confrontado con el hecho político de la victoria del “no”, que evidentemente provee de una renovada iniciativa y liquidez política a la oposición, representada en el expresidente Uribe. El hecho de que Santos haya pasado ya el cenit de su segundo (y último mandato) limita aún más su margen de maniobra. Concentrado en concluir el acuerdo con las FARC en La Habana, no se preocupó por convocar internamente a fuerzas políticas más allá de su coalición de gobierno, y ahora se ve compelido a hacerlo en una situación de debilidad relativa frente a ellas.

Las FARC. A pesar de haber manifestado que persistirán en su voluntad de paz, no son refractarias al mensaje claro y directo que se deriva de los resultados del plebiscito. Su aterrizaje en la competencia política será mucho menos sencillo de lo que hayan podido pensar, y en cualquier caso, tendrán que estar dispuestas a una nueva modulación de aspectos que constituyen el núcleo más sensible de lo previamente acordado. El secretariado enfrenta además el desafío de mantener el comando y control sobre la organización que, por otro lado, debilitada militarmente, y presa de la incertidumbre, podría incluso descomponerse si la indefinición sobre la suerte del proceso se prolonga demasiado en el tiempo.

La oposición. Tendrá que asumir una responsabilidad que hasta cierto punto puede serle odiosa: la de materializar su promesa de que un acuerdo mejor es posible (para lo cual necesitará encontrar, si ese es el caso, soluciones de compromiso con las FARC).

La sociedad civil movilizada. Distintos grupos de la más variada condición han empezado a movilizarse en defensa de la solución negociada que prometía el Acuerdo de La Habana. Se trata de estudiantes, intelectuales, víctimas, entre otros, movilizados espontáneamente y todavía sin una agenda concreta. Resulta pertinente subrayar que dicha movilización ha atraído partidarios del “sí”, votantes del “no”, y una masa importante de ciudadanos que no participaron electoralmente. Ya se han presentado algunas demostraciones masivas. Estas buscan guardar distancia de los partidos y de las figuras políticas tradicionales y aspiran a generar presión sobre ambos, así como sobre las FARC, a efectos de no dejar fenecer la negociación y claman #AcuerdoYa — si bien no precisan qué tipo de acuerdo es el que estarían dispuestos a apoyar.

Desafíos y perspectivas

No es exagerado afirmar que después del “no” Colombia se encuentra en una complicada encrucijada institucional y política. La gestión de la coyuntura post-plebiscito por cada uno de los actores y fuerzas que empiezan a demarcar su espacio propio en la dinámica política tendrá enormes repercusiones, no sólo en el futuro del proceso de desmovilización, desarme y reintegración de las FARC, sino en el clima y condiciones de gobernabilidad del país durante los próximos años.

El proceso no puede permanecer en la indefinición por mucho tiempo. Es imperativo encontrar la fórmula de salida del laberinto en el que se encuentran los distintos actores (o “constelaciones” de actores, por razón de la heterogeneidad de algunos de ellos) involucrados. En ese orden de ideas, es crucial que tanto el Gobierno como la oposición encuentren un horizonte de convergencia que les permita la interlocución con las FARC desde el mismo lado. Lo opuesto sólo reforzaría la posición de las FARC, que tendería por naturaleza a aprovechar la fragmentación de sus contrapartes.

El país podría seguir siendo perfectamente funcional en el escenario de una ruptura y liquidación definitiva del proceso. A fin de cuentas, aún en los períodos de confrontación más intensa con las FARC o con otros grupos armados ilegales, nunca alcanzó a degenerar en una guerra civil que, más allá de la dificultad de las instituciones de garantizar la vigencia del Estado de Derecho, comprometiera la unidad de la soberanía y la existencia del Estado. Sin embargo, el mantenimiento de esa funcionalidad implicará costos crecientes en la medida en que persista la polarización y a ella se añada la sensación de un amplio conjunto de la población que consideraba, en todo caso, que aun estando lejos de ser ideal, el Acuerdo con las FARC ofrecía una ventana de oportunidad para una transición preferible a la que pudiera resultar por otros medios.

Por otro lado, la comunidad internacional ha apoyado sostenidamente el proceso de La Habana. No solo mediante el papel de los países garantes y acompañantes. También mediante la designación de enviados especiales por parte de Estados Unidos, la Unión Europea y Alemania. El papa Francisco ha reiterado su apoyo a los esfuerzos por la paz en Colombia. Y el propio Consejo de Seguridad de la ONU dio su aval a la creación de una misión política especial llamada a jugar un papel importante en el mecanismo de monitoreo y verificación del cese de hostilidades y la dejación de armas. La más reciente muestra de ese respaldo es el otorgamiento del premio Nobel de paz al presidente Santos, a pesar de los resultados del plebiscito. Con prudencia, comprensión y respeto del proceso político interno, la comunidad internacional podría jugar un papel constructivo también en la actual coyuntura, sobre la base de que, si bien su apoyo es importante, no será por presión externa que el país va a superarla.

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Andrés Molano-Rojas* Experto asociado del Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría Olózaga, institución miembro de la Red Liberal de América Latina (RELIAL).