Por Mario Rey*

El pasado 2 de octubre los partidarios del No ganaron el plebiscito sobre los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, por apenas 53 908 votos, el 0.43%, con una significativa abstención del 62.57%. El rechazo a los acuerdos no sólo sorprendió a la comunidad internacional y a los colombianos favorables al Sí, también desconcertó al heterogéneo grupo de partidarios del No, quienes no supieron qué decir, al no tener un plan consensuado de alternativas serias, posibles e incluyentes.

El triunfo del No dejó a Colombia en un angustiante y oscuro callejón: ¿Manda la continuación de la guerra? ¿Nos condena a seguir arrastrándonos en la fangosa línea trazada por la ambición insaciable, el dolor y la sangre, el rencor y la venganza que signan nuestra Historia y alimentan la infamia desde finales del siglo XIX hasta hoy?: la Guerra de los Mil Días; la Masacre de las Bananeras; “la violencia” entre liberales y conservadores,  despojo y expulsión sistemáticos de los campesinos de sus tierras; el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán y el indignado levantamiento popular, germen de las guerrillas liberales y comunistas que dieron origen a las FARC; la  guerra de la gran desigualdad, la injusticia social y la falta de democracia que han alimentado la lucha guerrillera del ELN, el EPL y el M19.

Colombia¿Qué sigue? ¿Qué hacemos? ¿Cómo encontramos un camino en el que confluyan las críticas a los acuerdos y la imperiosa necesidad de paz? ¿Cómo encontramos y sembramos la semilla que dé como fruto la segunda oportunidad sobre la tierra que anhelaba nuestro Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, que no dejó de soñar con la paz y contribuir en su búsqueda con sus gestiones?

Sinceramente, nadie sabe por dónde retomar el ansiado camino perdido de la paz. Pero la respuesta inmediata del presidente Juan Manuel Santos y Timochenco -líder de las FARC- en favor de mantener el cese al fuego y la mesa de negociaciones; las numerosas y masivas movilizaciones de los jóvenes exigiendo la paz en las principales ciudades del país y en el exterior; el respaldo de la ONU, de los países acompañantes y de EEUU; las diferencias en las peticiones de los partidarios del No, y la concesión del Premio Nobel de la Paz a Santos brindan una rendija de esperanza, aunque se pongan de nuevo sobre la mesa temas e intereses económicos, sicológicos, sociales y políticos de enorme complejidad, dos fundamentales: el uso y la propiedad de la tierra y la justicia; estos hechos hacen que la esperanza reverdezca, a pesar de que los interesados en mantener su cruento negocio de la guerra hagan el tránsito por los procedimientos de las leyes y los tribunales tortuosamente pedregoso, enmarañado y difícil.

Recobramos la esperanza porque la mayoría de los colombianos deseamos el fin de la guerra, y porque no todos los partidarios del No la desean ni lucran con ella. Nadie en su sano juicio puede desear que siga incrementándose el número de seres humanos víctimas de la guerra (8 millones), ni el número de colombianos desplazados (7 millones) ni el número de personas asesinadas (220 mil).

Si se impone la necesidad de la paz es porque ni en las últimas siete décadas ni en los últimos ciento veinte años ha habido un sector capaz de derrotar de manera definitiva al otro; porque tanto las víctimas como los victimarios pertenecen a todos los sectores en conflicto; porque ningún sector social o político puede sentirse a salvo de la guerra, porque estamos cansados de la violencia que nos amenaza, nos hiere, nos degrada y nos deshumaniza a todos. Nadie puede hacerse la ilusión de la victoria ni de la impunidad. Colombia toda necesita con urgencia la verdad, el arrepentimiento, el perdón, la reparación y la oportunidad de buscar la solución a nuestros problemas de una manera dialogada y pacífica.

*El autor es internacionalista de origen colombiano y catedrático de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

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