Por Miguel Ángel Muñoz

 

La imaginación produce formas de cosas desconocidas,

las diseña y da nombre… Cosas etéreas que tal vez no son nada.

William Shakespeare

“Atención, apreciación y asimilación” son las tres condiciones clave que Bernard Berenson exigía a todo buen aficionado al arte. Cualquier pretexto para ponerlas a prueba será motivo de satisfacción, en particular en el campo devastado de la escultura moderna, estancada en las incertidumbres del clasicismo. Parece, sin embargo, que la complejidad de la reflexión sobre el volumen, el vacío y la discusión del espacio como ámbito de configuración de nuevas experiencias sensibles —de Julio González a Miquel Barceló— indican un giro significativo en la consideración de la escultura contemporánea.

Hay artistas a los que la fortuna les resulta adversa, más cuando son considerados artesanos y al pasar del tiempo —siempre justo— su producción artística rebasa el concepto para convertirse en arte. Un caso sin par al respecto es la obra escultórica de Feliciano Mejía (1899-2008), un caso singular sin duda. En su juventud fue mensajero de Emiliano Zapata: vio y vivió la revolución zapatista de cerca, creció viendo el campo, la naturaleza del estado de Morelos, la injusticia y el proceso histórico que transformó al México moderno. Hay excepciones privilegiadas en cada ocasión en la que algo nos brinda la evidencia de una armonía imprevista, que abre nuestro saber. Feliciano vivió como pocos un diálogo permanente con la artesanía. Rastreó sus orígenes que explican muchos de sus hallazgos formales en mayor medida que el rastreo, siempre interesado, de influencias y convergencias. Fue atrevido con la madera y con el arte. Mantuvo viva su curiosidad artística hasta el final.

Su fortuna crítica ha sido no tenerla o alcanzarla de manera póstuma, cumpliendo en alguna medida la maldición que hace del artista, por naturaleza y destino, un individuo solitario. Su obra no ha llegado a beneficiarse del despliegue publicitario reciente que ha acercado al público mayoritario los iconos más conflictivos del arte popular de Morelos. Tuvo clientes escasos y bastante incondicionales; fue respetado e incluso querido por sus contemporáneos, aunque es verdad que son pocos quienes lo trataron en sus inicios como escultor. Alejado de las componendas del oficio y de los guiños de la bohemia, su taller fue su mundo y nos habla de su persona mejor acaso que otros testimonios. Un artesano único, un artista concreto, pero con una complicidad no siempre apreciada: la seriedad absoluta con la que afrontó su trabajo y la disciplina inmisericorde y exigente que marcó su vida de artista. Él, que apenas tuvo obra.

En su fecunda adolescencia tuvo —gracia concedida a pocos— la revelación del prodigio de luz y color que le rodeaba: el prodigio del paisaje sureño. A mitad de su vida descubrió su pasión por la escultura en madera. Entonces empezó a fijar en pequeñas figuras su registro memorioso de la naturaleza: seres imaginarios y reales: changos, pumas, sirenas, serpientes. Cada trazo, cada corte, cada línea, cada imagen, cada rama son rincones de Tepoztlán, arboledas de Yautepec, Miacatlán, Yecapixtla, Coatetelco, Cuautla, Cuernavaca, colorida transparencia del estado de Morelos, expresada con un creciente anhelo de síntesis cromática de su pasado y presente. Mejía se refugió en la indagación de las raíces formales de la tradición figurativa con un empeño vital. La tarea del escultor es para Giacometti “desengrasar el espacio”, convertirlo en una tenue atmósfera que circunda sus figuras sin tocarlas. Mejía hace lo mismo con la madera, le quita su piel, pero respeta cada veta de la misma, sin impertinentes pretensiones de estilo, frenando una imparable fluidez imaginativa, como lo demuestra en Señor bigotón. Ese espacio así imaginado y pensado es un espacio viviente, matriz fecunda de todos los signos, de todos los ritmos y de todas las formas y posibilidades y diferencias. La imagen creada es un conjunto autónomo de signos que tiene su propia dinámica. Este es Feliciano Mejía. Unas estructuras claras en las que se alinean irrepetibles personajes fibrosos y contrapuestos. Los fragmentos y los vacíos, muy significativos en esta obra, constituyen un importante recurso plástico y expresivo en su escultura. La reflexión sobre la presencia de la ausencia surge en la obra Muerte I en la que el autor trabajo la madera suprimiendo la piel y parte del torso, iniciando así una nueva línea de investigación formal que se hará frecuente en algunas de sus creaciones. Con este recurso, acentúa el aire poético y surreal que envuelve a muchas de sus esculturas. El espacio interior de las piezas se muestra al espectador al convivir la presencia física de lo representado con el hueco, el vacío, la huella de un ente que sólo puede intuirse. Los fragmentos potencian la elocuencia plástica de sus personajes y logran resumir el espíritu de la obra. Es el caso de la figura de Muerte II y Niño, que tiene como punto de partida la obra Amigo, pieza en la que el cuerpo se recorta y se pintan los ojos con la intención de apertura del personaje al espectador. En Cabeza se acentúa el recorte de las formas; reduce la obra a lo que el artista considera como esencial para la transmisión del mensaje, intensificado mediante las perforaciones y los vacíos y la presencia de la luz interior de la figura. También en la figura Ángel podemos observar esta reducción expresiva, especialmente intensa de la cabeza. La supresión de partes esenciales del volumen de la figura enfatiza su presencia metafísica.

Nadie discute hoy la extraordinaria capacidad de Mejía para dominar la esencia estética y emotiva de sus esculturas, su configuración intemporal que las convierte en simbólicas; ramas de árboles convertidas en flautas, en mujeres, en caballos; residuos de una vida simple embalsamados por un halo de pátina vieja, endurecida; un universo de sensaciones imprevistas que da vida a un mundo de arte único de extraña belleza.

Las obras de Feliciano Mejía se hacen en su tiempo, pero invocan una legitimidad estética que va más allá de su obra y remite a la estatuaria helénica, al mundo plástico del viejo Egipto, a la conciencia artesanal del cantero renacentista, y a los juegos escultóricos en madera de Picasso, de Joaquín Torres García, de Esteban Vicente, de Albert Ràfols-Casamada, y a la serie Reconstruir cactus de Gabriel Orozco, donde reúne cactus, plantas autóctonas y árboles de mango, para crear poderosos objetos escultóricos. Las pequeñas construcciones de Mejía tienen una sensibilidad singular que lo lleva a privilegiar la materia sobre la construcción, a expresar los valores táctiles mediante un modelo directo y controlado que aprovecha todo género de sugerencias plásticas —“encuentros”, en el vocabulario del artista— para reconducir el proceso creativo a nuevos horizontes abiertamente anticlásicos. Hombre ojos blancos, Hombre con piernas de pulpo, Padre e hijo, Niño sin brazos son obras que revelan una etapa madura y reflexiva que se recrea en la calidad de su acabado. Quizá Feliciano Mejía estaría dispuesto a hacer suyas aquellas palabras del poeta inglés Carles Lamb sobre sí mismo: “También yo pertenezco a la categoría de las personas dotadas de una inteligencia imperfecta: les basta con el fragmento, con el sencillo detalle de una verdad”.

Mejía supo materializar el desafío estético en formas escultóricas nuevas que construían inesperados espacios expresivos. Con una memoria, además extraordinaria, por el detalle, que se asocia con el sabio registro gráfico de Federico Zeri. Un motivo conduce a su memoria, otro a su creciente conocimiento de la talla en madera, un arte que revela la diversidad de las cosas engañosamente iguales y la traduce a sensaciones visuales, la disección esencial de las cosas que pueblan el mundo del hombre transformadas en un despliegue inagotable de mundos de arte autónomos. “Creo que nada —decía Giorgio Morandi— puede ser más abstracto, más irreal que lo que vemos realmente”. La obra de Feliciano Mejía lo demuestra con creces.

Texto del libro Feliciano Mejía en el corazón, editado por la Secretaría de Cultura del Estado de Morelos, México, 2016.