¿Te das cuenta de nuestro desamparo?

Por María Eugenia Merino

 

Para Rosario, con cariño y solidaridad.

 

Es la primera vez que te escribo; para hablar contigo antes me bastaba un telefonazo, o cuando mucho un mensaje o un correo electrónico. Hoy no, hoy tengo muchas cosas que decirte pero se me atoran en la garganta.

Creo que no te has dado cuenta de la terrible orfandad en la que nos has dejado, primero a tu —nuestra— querida Rosario; luego a todos los demás que te quisimos, Iris, Betty y otros familiares, tus amigos cercanos, como Mario, Susana, Dionisio, Luis Fernando… el siempre fiel Félix; compañeros de trabajo, las viejas amistades, los antiguos y los más recientes colaboradores de El Búho, tus colegas de la Universidad, y hasta a tus fans.

El sábado hablé contigo y te escuché como siempre, así es que esto no entraba en tus planes. Nos sorprendiste a todos, nadie lo creíamos, no podíamos ni queríamos creerlo.

Por eso quiero platicar contigo, para hablar de la amistad, de los buenos momentos, del trabajo compartido, de las charlas y nuestros gustos literarios, de los proyectos…

Quiero recordar tu sonrisa, franca, amistosa, que lucías en todas las fotos.

Quiero recordar tu generosidad. No olvido que me abriste las puertas de El Búho para publicar mis textos primero y hasta algún exabrupto por una injusticia; después, tuviste confianza en mi trabajo y el amigo se convirtió en jefe, pero fuiste más amigo todavía y me confiaste la revisión de tus primeras Recordanzas; albergaste mi columna en el suplemento hasta que llegó el momento aciago de tu separación del periódico y entonces nos fuimos, algunos, a seguirte en la aventura de crear el nuevo Universo del Búho.

¿Recuerdas que Eddy nos dio un animoso y desinteresado hospedaje en la casona del Pedregal para formar la revista? Ayer estuve viendo algunas fotos de la noche que ahí hicimos la presentación del primer número. Rosario recordará muy bien los recorridos por los puestos de periódicos y los apuros para conseguir dinero y seguir publicándola; afortunadamente, siempre había una mano amiga que sacara del apuro.

Nunca fui tu alumna en el sentido estricto de la palabra, y nunca te llamé “maestro”; pero me enseñaste tantas cosas. Supe lo que es ser digno ante insultos y enemigos, ante las injusticias. Hablamos mucho de literatura —ya no tanto en los últimos tiempos en que el trabajo nos absorbía—, de libros y de autores. De mi obsesión y tu admiración por Carson McCullers; de tu absoluto poner por las nubes a Capote y mi empeño por convencerte de que fuera de sus primeros cuentos, estuvo sobrevalorado; compartimos elogios para Elena Garro y hablamos de Rulfo y de tantos otros.

Quiero recordar que fuiste desinteresado y magnánimo con tu amistad, con tus palabras, con tus actos; hablaste bien de mis libros, los apadrinaste, los publicaste; ahora, el más reciente, ya no podremos presentarlo juntos.

Cuando me pediste que te supliera durante un viaje que hiciste a España, en tu clase en la Escuela de Escritores, de Sogem —honor que siempre me llenó de orgullo y agradecimiento—, no sabía que también eso, a final de cuentas, “heredaría”.

Ahora, y como dice la canción: “por eso y muchas cosas más”, gracias, Maestro, el título te lo ganaste a pulso.

Qué sorpresa enorme encontrar a María Luisa Tamez, verla cantarte en tu despedida, y eso me lleva a recordar otro de tus espléndidos gestos: publicaste la entrevista que mi Vanne le hizo a su adorada María Luisa, cuando hacía sus pinitos en el periodismo antes de dedicarse de lleno a la música. De todos tus amigos músicos, nunca hablamos de la famosa “Carmen, la Habanera”, como nos gusta llamarla.

También tuve el gusto de conocer a tu madre hace muchos ayeres, y escuchar fados portugueses y tomar tequila. Hermosa señora.

A Rosario la conocí años después que a ti, y debo confesarte que al principio me fue difícil ganarme su confianza, pero los avatares del Universo del Búho nos acercaron y me enseñaron a quererla tanto como a ti, cariños que comparten mi hija Vannesa y mi marido, que trabajó cerca de ella. Aquel día de mi cumpleaños, en mi casa, Rosario tuvo para mí palabras que no sólo no olvidaré, sino que he han sido más que una lección, un consejo de vida.

 El mundo es extraño; nos acerca de maneras complejas, y a veces también nos aleja.

Porque en tantisísimos años de conocernos también tuvimos nuestras desavenencias, siempre hay alguien que se preocupa por hacer comentarios “bien intencionados” que hacen daño a ambas partes, pero también supimos limar asperezas y retornar al camino del cariño.

La Fundación que lleva tu nombre y el Museo del Escritor, que tanto te honran, fueron otras aventuras que hablan de tu preocupación por las letras, la cultura, y que Rosario, estoy segura, llevará adelante, porque ella ha sabido ser una admirable compañera, y siempre fue tu pilar, tu apoyo. Vete tranquilo, no la dejaremos sola.

A todos nos queda tu espléndida obra, de la que se han ocupado muchos, y seguirán ocupándose otros más.

Cuántas veces no hablamos de las injusticias y el canibalismo que impera en nuestro medio, en nuestro país; nunca tuviste empacho en ocultar tu opinión cuando veías que las cosas no marchaban bien en política, en la sociedad, en nuestro entorno. Tus comentarios eran ácidos, mordaces, directos a la yugular; no hubieras sido tú si no despotricaras contra todo y contra todos, y eso me encantaba, porque te atrevías a decir lo que los demás no decíamos. Claro que eso te valió muchas veces un feroz ninguneo y no pocos enemigos, pero lo compensaban los buenos amigos, los de a de veras.

Aquí quedamos tus amigos, para recordarte, pero dime, René, ¿te das cuenta del desamparo en que nos has dejado?