2 de octubre y Ayotzinapa

Por Raúl Jiménez Vázquez

Hace unos días tuvieron lugar sendas manifestaciones conmemorativas de la cruel matanza estudiantil perpetrada el 2 de octubre de 1968 y la dolorosa desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Ambas movilizaciones son la evidencia irrebatible del hecho de que muchos sectores de la sociedad están totalmente resueltos a alejar a las víctimas del ignominioso olvido, a perpetuar la memoria histórica y a exigir la materialización del círculo virtuoso conformado por la verdad, la justicia y las reparaciones integrales y las garantías de la no repetición de los hechos.

Respecto a los sucesos de Tlatelolco, en la sentencia definitiva dictada por el Poder Judicial de la Federación se estableció que se trató de un genocidio en los términos del artículo 149 bis del Código Penal Federal y de la cláusula segunda de la convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio, pues la masacre fue concebida, planeada, ejecutada y encubierta desde las más altas esferas gubernamentales, con el deliberado propósito de destruir al grupo nacional opositor al régimen conformado por el movimiento estudiantil del 68.

Esta inconmovible verdad jurídica se vio agrandada con el reconocimiento de la sinrazón gubernamental y la justeza, apego a derecho y legitimidad de las banderas en pro de las libertades democráticas enarboladas por los estudiantes, el cual quedó cristalizado legislativamente al haberse añadido al listado de las fechas en las que el lábaro patrio debe ser izado a media asta el “2 de octubre: aniversario de los caídos en la lucha por la democracia en la Plaza de Tlatelolco en 1968”.

Empero, dentro del fallo en cuestión no se atribuyó responsabilidad penal a persona alguna, es decir, se omitió hacer justicia plena e íntegra a las víctimas. Con ello se dio forma a la inaudita e inadmisible paradoja de un genocidio sin genocidas, lo que propició que este abominable crimen de Estado fuese cubierto con el fétido manto de la impunidad.

El ataque perpetrado en contra de los normalistas de Ayotzinapa hace dos años constituye una de las mayores afrentas a la conciencia ética y jurídica de la humanidad. Desde ese entonces, se ha hecho evidente que el gobierno no quiere alcanzar la verdad y tampoco está dispuesto a llevar ante la justicia a los responsables directos y por cadena de mando. En ese contexto, el destino inexorable del caso sin duda habrá de ser la Corte Penal Internacional.

Pese al número de años que media entre uno y otro suceso, ambos están unidos por un hilo conductor. El no haber castigado a los autores intelectuales y materiales de la magna atrocidad cometida en la Plaza de las Tres Culturas creó el caldo de cultivo que hizo posible la tragedia de Iguala.

La impunidad crónica, sistemática y estructural ha sentado sus reales desde el genocidio de Tlatelolco. Es un carcinoma que está derrumbando las vigas maestras del Estado constitucional de derecho. Acabar con esta grave anomalía es un imperativo categórico al que estamos convocados los ciudadanos.

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