Por Eusebio Ruvalcaba

 

Las Cuatro Estaciones de Vivaldi sobreviven el paso del tiempo porque les gustan a los niños. O más que eso, porque les pertenecen a los niños.

Quien esto escribe, hasta hace poco tuvo una preocupación fundamental: transmitirle a sus hijos el amor por la música. Tiene cuatro hijos, y con todos y cada uno trató de aplicar el mismo camino: que el arte del sonido les entrara por la simple inercia. Bombardeados por la música, se despertaban con Bach, comían con Beethoven, jugaban con Mozart y cenaban con Schubert. Todos los días, y desde antes que nacieran. La opinión de la mujer de quien escribe, gracias a Dios no contaba. Y así transcurría —y transcurrió— jornada tras jornada, hasta que de pronto ya no eran bebés sino niños. Y aquel hombre se preguntaba a quién ponerles. Qué músico sería capaz de acompañarlos en su vida cotidiana. No que sea superior a aquéllos, imposible, pero que les transmitiera nuevas emociones, que les resultara divertido y luminoso, que les provocara el gusto por la vida. La respuesta fue una: Vivaldi.

Y Las Cuatro Estaciones. Había que ver la cara de los niños cuando escuchaban esta obra. Los ojos se les iluminaban como si fueran a romper una piñata, o a desenvolver sus regalos de Navidad. Cómo recuerdo aquellos ojos de mis hijos. Ahí, justo ahí, justo en ese momento, se acababa para mí aquella pregunta que ha atormentado a tantos seres humanos y que tiene que ver con el destino y la muerte: ¿de dónde vengo, a dónde voy? Escuchaban Las Cuatro Estaciones y la vida parecía sonreírles aún con mayor complicidad. Porque eso es Vivaldi: un cómplice de los niños y de quienes aman la vida y el asombro. Cuando se le escucha, todo se vuelve agradable y amable. Qué lejos quedan a partir de ese momento el drama de la música romántica, la subjetividad del impresionismo, el intelectualismo de la música experimental. Las Cuatro Estaciones son un dulce remanso, lo sublime vuelto arte del sonido.

Pues bien, les puse esta música a mis hijos y les puse la vida por delante. Porque a partir de entonces Vivaldi fue algo así como su ángel guardián. Y lo más curioso de todo es que al paso del tiempo dejaron de creer en Dios, y aun así me rogaban que les pusiera esa música para conciliar el sueño. No quiero preguntarme de qué consta esta obra, porque hay cosas que no debe uno preguntarse. Porque además creo que no hay respuesta. De pronto en la historia del arte hay enigmas que tienen que ver con lo inefable, con lo más alto, y para lo que el lenguaje convencional es poco menos que inútil.

Vivaldi escribió sus Cuatro Estaciones a partir de sonetos que él mismo pergeñó y que de pronto se suelen decir cuando esta obra se toca en público. Son bellos pero no tanto como la música. Vivaldi era compositor, no poeta. Aunque se ha de ver visto tentado. Quién no. La palabra tiene algo que atrae. Y Vivaldi era muy dado a transgredir los límites. Llamado Il petirrojo por su cabellera casi escarlata, acometía cualquier empresa sin importarle escollos ni dificultades. Compositor prolífico envidiable, solía batirse —con el violín en lugar de espada— hasta dirimir quién era mejor violinista (y lo hizo con Tartini, a quien venció). Se cuentan más cosas de él, que su corazón temblaba a la vista de una niña dulce y hermosa. Quién sabe. Sea como fuere, Antonio Vivaldi es de los compositores favoritos de todas las épocas. Nada importa si alguien lo considera demasiado accesible. Consuela y alegra el corazón humano, y eso es suficiente.