Dicen que la manera de morir es un reflejo de la vida que se llevó. La paradoja cubre a la historia del Almirante que cruzó por vez primera el océano Atlántico: falleció sin tener noticias de su hallazgo y decepcionado por distintas adversidades que se acumularon en sus últimos años.

Cuando tenía cincuenta y cinco años, el 20 de mayo de 1506, murió Cristóbal Colón, en una finca de Valladolid, en el corazón de Castilla. Tras haber recibido con devoción los sacramentos eclesiásticos, sus últimas palabras fueron: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum”, es decir, “A tus manos, Dios, encomiendo mi espíritu”. Padecía de gota y de artritis degenerativa, además su estado de ánimo tampoco le ayudó a superar la enfermedad.

El espíritu protector hizo que Colón, un día antes de su muerte, insistiera en la redacción del Codicilo, documento en donde se da cuenta de su última voluntad. La administración de sus rentas y la repartición de fortuna quedó a cargo de sus hijos Diego y Hernando; sus hermanos, Bartolomé y Diego, gozarían también de estos beneficios. El sepelio fue breve, solitario. Así lo examina Juan María Alponte en Colón. El hombre, el navegante, la leyenda: “El rey y los cortesanos estaban fuera de Valladolid. Los franciscanos del convento cercano le velaron. Nadie, prácticamente, se enteró de su muerte. El gran personaje, hijo de una época, asombroso y múltiple, murió a los cincuenta y cinco años de edad. Había sido, entre 1475 y 1506, la cabeza más acalorada, y más deslumbrante, de una época de descubridores de cabeza fría y obsesiones científicas. Sus huesos, como su firma, como su obra, darían ocasión, aun, a la fabulación”.

Y tras el deceso… ¿habría que pensar en la canonización? En El arpa y la sombra (1979), la última novela de Alejo Carpentier, se manifiesta un rechazo hacia un libro de Leon Bloy, escritor católico que promovió la beatificación del Almirante y, por si fuera poco, le otorga un sitio junto a Moisés y San Pedro. Carpentier detectó las huellas de un mito y comenzó a trabajar en la increíble aventura del navegante. Lejos está de ser una novela histórica, sino el relato de la vida de un hombre que deserta de ser protagonista: la cercanía de la muerte hace que Colón haga un repaso más de sus debilidades que de sus hazañas. El arpa y la sombra está dividida en tres capítulos: en el primero se da cuenta de la intención del Papa Pío ix por canonizar a Cristóbal Colón; en la segunda parte, el Almirante narra la historia del descubrimiento; y en la tercera, el humor socarrón de Carpentier se despliega cuando relata cómo el espíritu de Colón asiste a su juicio de canonización. Como ocurre en otras obras de Carpentier, la realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y el mito, la vida y la muerte, entretejen lazos en su prosa hasta llegar a conformar una especie de lienzo mágico y alegórico, conceptual y con tintes barrocos. Visto por Alejo Carpentier, Colón porta un traje de judío converso, es hijo de un tabernero, se le conoce por mentiroso, pendenciero, mujeriego, alucinado y un experimentado hombre de mar; presenta a un Colón que engaña para conseguir sus propósitos, que no son otros que la gloria personal, que deslumbra con visiones de oro y conquistas a los nobles castellanos y no duda en vender esclavos en Sevilla para asegurar la rentabilidad de sus viajes por las nuevas tierras. Exhibe a un héroe más humano, menos glorificado y, claro está, a una figura que dista mucho de ser el santo que deseaba proclamar el Papa Pío IX.

De los cuatro viajes que realizó Colón, los menos afortunados fueron el tercero y el cuarto. Sus biógrafos coinciden en que las calamidades comenzaron en estas travesías, mismas que debilitaron el espíritu y la salud del navegante. Considerando que hacía falta hombres para integrar la flota, para el tercero de sus recorridos se le otorgó permiso de que incluyera delincuentes. De tal modo que el Almirante, con ocho navíos y 226 marineros, zarpó, en febrero de 1498, de Sanlúcar de Barrameda, llegó a las Canarias y siguió rumbo a Cabo Verde. Descubrió la isla Trinidad; recorrió la costa de Paria, divisó isla Margarita, en donde había un gran banco de perlas. El 20 de agosto de 1498 estaba ya en Santo Domingo, la nueva capital de las Indias, cuando se encontró con un motín encabezado por Francisco Roldán. La inconformidad reinaba en el ambiente. La tripulación se quejaba del trato que les daba Colón y de sus hermanos, Diego y Bartolomé, y que el Almirante quiso ocultar el criadero de perlas que halló en isla Margarita y Cubagua. Los reclamos llegaron a oídos del rey Fernando y la reina Isabel de Castilla, entonces tomaron una drástica decisión: los monarcas enviaron a Francisco de Bobadilla a que se hiciera cargo y destituyera a Cristóbal Colón de su puesto como virrey y gobernador.

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De estirpe pirata

En ciertos momentos, cuando se habla de los orígenes de Colón, es inevitable que varios de sus biógrafos se refieran a él como un corsario. Y la deducción es clara: el oficio de navegante era popular en Génova, y la mayoría que lo desempeñaba era porque había estado relacionado con la piratería. Se especula que el navegante en su juventud fue pirata, y de este modo se fue haciendo un experimentado hombre de mar. Habría que recordar algunas de sus reacciones que le valieron un distanciamiento y enojo de los reyes católicos: el querer llevarles esclavos en lugar de oro, el trato abusivo a los indios y el no poder controlar desórdenes y rebeliones en tierras de dependientes de la Corona.

El cuarto y último viaje del Almirante —que tuvo lugar el 9 de mayo de 1502— contó con menos navíos: 4 y 150 hombres. El 11 de mayo de 1502 salieron de Cádiz. Su objetivo era hallar un paso que le permitiera llegar a la Especiera, porque Colón seguía pensando que la zona antillana era la antesala de Asia. Fue el viaje más accidentado, pues perdió dos navíos y había momentos en que ya pensaba que nada lo salvaría de un naufragio en Jamaica. El símbolo de esta travesía fueron las tormentas, el desasosiego. Salvador Madariaga en Vida del muy magnífico Cristóbal Colón, rescata la insistencia de los reyes católicos: “No debeís traer esclavos”. El Almirante justificaba la toma de esclavos por tratarse de una antigua tradición del pasado, y porque en realidad quería que sus majestades aceptaran a los esclavos en lugar de los tesoros prometidos.

Para diciembre de 1504, Colón ya se encontraba en Sevilla. Ahí le notifica su hijo Diego que la reina Isabel ha muerto. El Almirante se muestra visiblemente contrariado. Tanto Jaques Heers como Juan María Alponte dan cuenta de otro descalabro para el intrépido hombre de mar: en la herencia de la reina no hay una sola mención para Colón. Y con esa sensación de vacío, enfrenta la realidad: la nada. A doce años de su arribo a las Indias, la mujer que creyó en su proyecto, la reina Isabel había fechado su testamento el 12 de octubre de 1504, en donde estipula cómo deberá ser enterrada y en dónde. Además del deceso de la reina, en ese mismo año Américo Vespucio publicó su Mundus Novus, documento que con los años haría revertir lo inesperado: el nombre de América.

Es posible que tras algunas conversaciones con Vespucio, en los dos últimos años de vida de Colón, tal vez alcanzó a comprender que no sólo había descubierto unas islas sino todo un continente. Sin embargo, no existe documento alguno que otorgue validez a esta conjetura.

Todo o nada

Otra humillación más. En la primavera de 1505, el Almirante se desplazó de Sevilla a Segovia para reunirse con la corte. Enfermo, visiblemente debilitado, con el cabello blanco, realizó este traslado a lomo de mula. Para dicho viaje tuvo que solicitar una autorización. Colón creía poder resistir mejor los suaves pasos de la mula que los caracoleos de un caballo andaluz. De modo que pidió al rey el permiso necesario y le fue concedido. Pero sólo en mayo de 1505 se sintió bastante bien como para aprovechar este gracioso privilegio. Enfatiza el historiador Samuel Eliot Morison, autor de El Almirante de la Mar Océano. Vida de Cristóbal Colón: “El único favor que en su vida concediera el rey Fernando al descubridor de América”.

Colón había sido nombrado Almirante, virrey y gobernador por los reyes católicos. El rey le propuso que renunciara a esos cargos y a las rentas anexas, y a cambio le daría una herencia en Castilla y una decorosa pensión. Nunca aceptó y su actitud fue determinante: todo o nada. Y se quedó sin nada.

Así murió el hombre que más influyó en el curso de la historia.