Por Juan Antonio Rosado
La civilización excluyente se enfoca en matar las voluntades individuales o, por lo menos, a aniquilar su deseo de superación a través de la enajenación sistematizada producida por los grandes medios de comunicación, la banalización de la cultura y el culto al dinero como fin en sí mismo. Los logros más altos de la cultura se reducen ya al patrimonio de un puñado de intelectuales y eruditos, mientras la mayoría se conforma con productos reciclados, esquemas repetidos hasta la náusea, libros “más vendidos”, películas efectistas y huecas, aunque “divertidas”, canciones empalagosas con letras que denotan esterilidad creativa y un largo etcétera. Ya quedó atrás el artículo 22 de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano (1793): “La educación es necesidad de todos. La sociedad debe esforzarse al máximo para favorecer el progreso de la razón pública, y poner la educación pública al alcance de todos los ciudadanos”. Si en el siglo XIX (y antes), en México el monopolio de las conciencias estaba en manos de la Iglesia, que predicó siempre la “santa ignorancia” y le negó la educación a los indígenas, hoy está en manos de la misma Iglesia, pero también de los grandes educadores del pueblo: la televisión y otros medios masivos. Como sabemos, no sólo se educa mediante información, conocimiento y habilidades. También la sensibilidad se educa. Al privilegiar modelos y esquemas probados, al enaltecerlos por ser “los más vendidos”, se contribuye al estancamiento del intelecto y de la sensibilidad; se conduce a las masas hacia el conformismo y la mediocridad, características que las harán dejar hacer y dejar pasar cualquier atrocidad en su contra.
No es otra cosa lo que desea el mercado libre: la esclavitud de una población enajenada y sin criterio. Parafraseando a Eduardo Galeano, la libertad del dinero consume la libertad del individuo, y quienes predican el mercado libre jamás lo practican. Apliquemos lo anterior a temas como la educación y la salud, para no hablar de lo más obvio: los productos de la canasta básica. La educación es ya parte del mercado. Y si a lo largo de la historia la riqueza se ha alimentado con la pobreza ajena, hoy más que nunca resulta evidente, como dice Galeano, que “la injusticia social y el desprecio por la vida crecen con el crecimiento de la economía”. Quien tiene quiere más. Lo anterior no resulta paradójico si consideramos que se privilegian las abstracciones (el dinero, el tiempo, las teorías económicas) sobre la realidad, sobre el individuo de carne y hueso. En la medida en que la gente vale menos que los objetos, también vale menos su educación y su salud. Sólo quien tiene riqueza accede a una educación y a una salud de calidad. ¿Dónde quedan el papel del Estado y el destino de nuestros impuestos?

