René Avilés Fabila (1940-2016)
Por Mario Saavedra
A nuestra querida Rosario.
Dice una famosa sevillana que “cuando amigo se va, algo se muere en el alma”, y esa misma sensación de orfandad que sentí hace más de veinticuatro años, cuando murió Rafael Solana, me embarga ahora que se ha ido René Avilés Fabila, precisamente una de las más valiosas herencias de don Rafael. Compartimos una misma admiración por su memoria que buscamos contribuir a mantenerla viva —así lo escribiste en tu generoso prólogo a mi libro sobre él—, y esa complicidad, al paso de los años, se fue haciendo cada vez más fuerte, más intensa, porque René de igual modo se convirtió en amigo entrañable, en maestro, en padre, en hermano. Luego de haber tenido entrada más que generosa en El Búho, ese gran proyecto suyo que enriqueció por más de diez años el quehacer periodístico nacional, con sus secuelas primero de la revista y luego del portal que hacia con sus propios recursos y por amor al arte, sus muestras de cariño y solidaridad fueron muchas y crecientes, sin olvidar Susana y yo jamás que nos extendió la mano en uno de los momentos más difíciles, a nuestro regreso de Chihuahua a donde también Rosario y él fueron varias veces en nuestra larga estancia allí porque su bonhomía y su vigor no tenían límites.
Mi querido René, en esta ocasión no me voy a referir a tu literatura a la vez imaginativa y punzante, ya referencial por su singularidad y su ingenio, por su vitalidad y su humor cáustico dentro de una tradición más bien proclive a la solemnidad y a un realismo a ultranza. ¿Quién duda ya de que El gran solitario de Palacio o Tantadel o La canción de Odette o Réquiem por un suicida son clásicos de nuestra letras? Tu legado literario es prolífico y variado, con tantas tonalidades como las tenía tu personalidad y tu inteligencia seductoras, y tus muchos lectores quisiéramos verla publicada, como un todo, y como un más que justo homenaje, y por su importancia tendría que ser en el Fondo de Cultura Económica, en alguna ocasión tu casa.
Pero tampoco me voy a referir a tu periodismo valiente y frontal, sin estridentismos ni mucho menos concesiones, congruente con lo que pensabas y en lo que creías, a favor de aquellas causas justas por las que considerabas había que luchar con denuedo, y que te hicieron muchas veces un escritor incómodo pero también muy leído por quienes veíamos en tu implacable crítica un signo indispensable de vitalidad. En periodismo, como en la literatura, fuiste un maestro, un incansable oficiante por más de cincuenta años.
Censurado con tus dos primeras novelas: Los juegos y El gran solitario de Palacio, por decisión de un ciego y sordo establishment tanto cultural como político, cuando muy pocos se atrevían a escribir sobre ciertos temas y de la manera en que tú sabías hacerlo, qué duda cabe que esa acidez de tu pluma fue causa de que no recibieras en vida los reconocimientos que merecías, si bien tuviste otros que quienes te querían y admiraban promovieron en gratitud a tu generosidad sin par. Lo más preciado es nuestro talento creador, por qué escatimarle el reconocimiento que merece.
Tampoco voy a hacer mención del maestro devoto y no menos desprendido, que sembró en tantas generaciones de escritores y periodistas, y que desgraciadamente no todas las veces recibió la respuesta de agradecimiento que tú sí tuviste a manos llenas con tus mentores y colegas mayores. El Búho fue, sin excepción, un lugar de encuentro maravilloso entre los mayores y los jóvenes, entre quienes considerabas que ya habían hecho una obra no siempre reconocida del todo y aquéllos todavía imberbes que en ese extraordinario espacio cultural tuvimos tu amistoso espaldarazo. Entre lo mucho que vivimos con don Rafael, nunca te cansaste de decir que su influencia había sido determinante para que te dieran el Premio Nacional de Periodismo, pero todos sabíamos que era un reconocimiento más que merecido a un muy valioso trabajo no sólo periodístico sino de promoción de la cultura, que fue otra de tus quijotescas empresas, y para prueba sólo algunos botones: en la universidad (la UNAM y la UAM), con el Museo del Escritor, con tu Fundación, con el apoyo de tu extraordinaria compañera de viaje que por amor pero también por convicción hacía suyas tus causas.
Querido René, de tu admirable obra he escrito mucho y sin duda lo seguiré haciendo con placer y con deferencia. De igual modo un sibarita empedernido, que vivió la vida como quiso y por lo mismo fue un maestro también en esa materia, disfrutando a plenitud las gozancias que le dan sentido a la existencia, te vas invicto, como bien dijo tu sobrino Alfonso. Hombre culto y sabio, con un gran sentido del humor, era un gozo viajar contigo, comer y beber sin titubeos, apreciar las herencias más dignas de esta condición humana nuestra por desgracia casi siempre más proclive a la destrucción y al canibalismo: “homo hominis lupus”. Fue un triunfo para mí, recuerdo, propiciar tu reencuentro con nuestro también muy querido y admirado Fernando Vallejo, otro de mis grandes maestros en este correr sinuoso de la vida. Y como la vida es de estelas, la tuya fue extensa y provechosa, como hijo, como esposo, como hermano, como amigo, como maestro, y Rosario e Iris son para Susana y para mí parte de ese legado invaluable. Aunque presente en lo mucho que dejaste, ¡cómo te vamos a extrañar!