Por Jaime Septién

 para Pepe Gordon e Ignacio Solares

Tal es el título del libro de Lamberto Maffei (Grosseto, 1936), recientemente publicado en español por Alianza Editorial. Uno de los textos que me ha impresionado más en los últimos años. La era digital desmenuzada desde la neurobiología. No se trata de un libro de recetas para mejorar la memoria, enfrentar el Alzheimer, ganar amigos o conversar en público. Es una investigación rigurosa de la feliz combinación que existe cuando pensamiento rápido y pensamiento lento se conjugan para crear belleza. Y belleza no es nada más arte. También es —y principalmente— conservar el entusiasmo (etimológicamente, “Dios adentro”).

Parafraseando al Papa Francisco, Maffei, que es un laico, dice “¿Quién soy yo para ofrecer conclusiones?”. En efecto, quien se acerque a este pequeño ensayo de apenas 120 páginas en edición de bolsillo, se quedará con las ganas de un recetario. Para eso vaya a ser engañado a otro lado. Miles de consejeros andan por ahí, vendiendo pacotilla a cambio del oro del tiempo de cada quien. Pero, en fin, la tesis de Maffei es sencilla: hay que apresurarnos con lentitud. El cerebro humano conserva su plasticidad a lo largo de la vida. Tener paciencia con él es una de las virtudes heroicas del hombre. Alimentarlo con un espíritu de niñez es la regla principal para extraerle el jugo, la esencia: la creatividad.

Alabanza de la lentitudLos grandes creadores (Picasso: “A los cuatro años pintaba como Rafael, pero luego tuve que emplear toda una vida en aprender a pintar como un niño”) son los que conservan, justamente, la admiración del pequeño. Maffei: “Desde el punto de vista cerebral, el niño es más creativo que los científicos y los artistas, pero la sociedad adulta pocas veces aprecia sus productos, puesto que no presentan rasgos de utilidad, interés o empatía para la sociedad de jueces que los adultos forman”.

El neurobiólogo italiano muestra caminos para conservar esa plasticidad cerebral del niños hasta que seamos tan viejos “como la sarna” (diría el cabrero Pedro a don Quijote): alejarnos de la televisión, del Facebook, volvernos niños en la imaginación propia y, como Ismael en Moby Dick, que cuando le entraba la tristeza regresaba al mar, nosotros siempre podemos acudir a un museo, escuchar a Mozart, leer a Cervantes (hay un Quijote puesto al español actual por Andrés Trapiello, simplemente extraordinario) o contemplar, con todo el ser, la copa de un árbol e imaginar sus formas, la plenitud de sus colores, el tremendo esplendor de la vida.