de Ethel Krauze
Eve Gil
Las mandrágoras son hombrecitos y mujercitas que brotan de la tierra en forma de tubérculos para denunciar sus asesinatos. No como en algunos países de Europa, donde se les empleaba para ceremonias paganas relacionadas con la fecundidad. Conocidas también como “fruto del amor”, pese a que su ingesta es mortal, como el amor mismo puede llegar a serlo. Hay un país en que estas plantas tóxicas han adquirido alma y albedrío, acordes con su forma humana y sexuada, mimetizadas por el dolor, la sangre y las lágrimas con que se fertiliza su tierra. Un lugar donde la voluntad de vivir se impone a la de matar. El país de las mandrágoras al que alude el título de la más reciente novela de Ethel Krauze, es justo este: el nuestro. Y es probable que bajo nuestros pies estén pugnando por hacerse oír, aquí y ahora que se les invoca; que sus raíces, al deslizarse, vayan susurrando los nombres de miles de padres huérfanos para quienes Justicia es una de tantas palabras huecas del léxico demagógico.
Ethel Krauze ha escrito una hermosísima novela a partir de un tema doloroso y explotado hasta la náusea, como todo asunto que implique sangre derramada. Muy pocos han mirado más allá del hecho en sí: no abunda la sensibilidad poética en torno a la crudeza, salvo muy admirables excepciones. Pero Ethel rebasa la poesía y permite paso a la ficción. Me arriesgo a sugerir que El país de las mandrágoras encaja en el género fantástico; que, asumiendo con valentía la realidad, le adjudica sentido al sinsentido. Puede leerse también como metáfora del dolor íntimo de las familias deshijadas, ramificándose en múltiples direcciones de nuestra sociedad y haciendo de los gritos acallados grito unánime que trasciende la realidad virtual.
La primera en advertir esta erupción es Tana, una maestra de español que ha colocado, entre ella y el mundo, una barricada de libros, cuadernos, tazas, recuerdos y susurros, hasta que la única ventanita que ha dejado abierta con ese mundo que inspira miedo, la arrastra, a través de correos electrónicos y mensajes de texto de terceras personas, hasta el asunto de la desaparición de un joven llamado Adrián Galindo que, descubrirá de a poco, es apenas uno entre decenas de estudiantes desaparecidos. Dos chicas, Gilda, novia de Adrián y Renata, amiga de Gilda, involucrada en el movimiento Los Indignados en algún rincón pintado de pancartas en Europa, se escriben mensajes ante los azorados ojos de Tana que permanece ajena a este intercambio pese a que, ocasionalmente, ambas chicas hacen alusión a la “Miss Tana” que les enseñó a apreciar la poesía, más aún: a lograrla. Al tiempo que Tana se convierte en rehén de estas charlas, donde la desaparición de Adrián es tema capital, empieza a escuchar la voz del propio Adrián, capturado junto con los compañeros con quienes emprendía una excursión por unos encapuchados; brutalmente asesinado por asfixia y desmembrado. Pero al parecer, aunque ha dejado de experimentar dolor, es consciente del sufrimiento que producirá a sus seres amados… su madre, su padre, su hermana Cinthia… y la novia que aguarda por él, muriendo de amor. Esto, y la posibilidad de alcanzar un paraíso como el de Borges, lleno de libros, son sus principales cuitas.
El pequeño mundo de Tana empieza a ensancharse a través de una serie de acontecimientos extraños: la memoria, esa gran traidora, le regresa el recuerdo de un embarazo no logrado, al que apenas recuerda como un charco de sangre tiñendo las sábanas y posteriormente se manifestará, en aquella especie de mundo paralelo que componen la computadora, el celular, sus propios cuadernos y suplementos de periódicos, en la persona de una finlandesa llamada Oksa que podría ser esa hija no nata. Las cosas, como expresa en la frase inaugural de la historia, “se salen de madre” y a estos fenómenos se suma otro más: un brote masivo de mandrágoras en su propia casa. Hombrecitos y mujercitas que la contemplan a través de sus no-ojos que sin embargo producen lágrimas; que le hablan a través de sus no-bocas que dibujan gritos. Y crecen y crecen hasta transformarse en inquilinos… hasta revestir de vegetalidad a su anfitriona. De alguna manera Tana comprende aquel idioma de susurros. Impotencia, se llama. Pero Tana no se sienta a esperar: se lanza a la aventura de buscar la mandrágora árbol que no muere. Los hachazos extraen apenas una especie de savia que son lágrimas. El dolor que ha dado forma a estos curiosos seres está brutalmente enraizado en los corazones de este País, y llegará un momento que será imposible continuar fingiendo que no está allí… y ese momento decisivo, nos promete Ethel Krauze, será más maravilloso que aterrador.
El país de las mandrágoras, novela coral más que polifónica. Posee virtudes raras veces encontrada en la actual literatura mexicana, y definitoria, al mismo tiempo, de la literatura japonesa: sutileza y tersura. Recoge el horror de las desapariciones, de los cuerpos desmembrados, de las cabezas colgadas de los puentes, del desgarro de los padres arrancados de todo, incluso del sagrado derecho de sepultar los amados despojos… pero lo hace de tal forma, con un lenguaje tal, hecho de caricias, que mueve más a la compasión que al terror. En esta novela hay lugar, y muy amplio, para el amor, incluso para el erotismo, que Ethel desarrolla como muy pocos, mejor dicho: como nadie. Queda espacio hasta para el mensaje solidario, como el que Tana le hace llegar al poeta Javier Sicilia ante la sangre derramada de su hijo; más sangre joven y preciosa con que alimentar al gran monstruo y fertilizar la indignación. Despolitizada por completo, esta novela se centra aspectos por completo ignorados en reportajes u otros intentos de ficcionar casos como el de Ayotzinapa o las asesinadas de Juárez: la intimidad del dolor, del duelo, la imposibilidad de la resignación, el arte como redención y consuelo… todo aquello que ningún gobierno es capaz de controlar ni cercenar.
