A mar abierto, de Sergio Alarcón Beltrán
Carlos Santibáñez Andonegui
La lengua de la poesía es aquella para la cual no hay palabras aprendidas con anterioridad. Sergio Alarcón Beltrán, en su antología de obra propia A mar abierto (Sepia Ediciones, México), recoge ante todo fragmentos de su libro Piedra de todas las edades. Dice Novalis: “Hay en la piedra un signo enigmático,/ grabado en la profundidad de su sangre,/ es comparable al corazón…”. Así la piedra acumulada en santuarios, la observada por Victor Hugo en Notre Dame, es esa “roca madre domadora del tiempo”, que enaltece el poeta, cuya paciencia colecciona piedras, o aquella “piedra erótica” que el pensamiento nombra entre ramilletes de rosas, y es así como después nombrará el día: el erotismo de la flor. Caillois, en su libro: Piedras, afirma que “en el corazón de la piedra mora un diseño espléndido”. La humanidad con su secreto en medio podría definirse como “diseño en piedra”. “La mano te sabe, te toca”, dice el poeta en su intenso monólogo con la piedra, arraigado en la “piedra de los lamentos”, en la piedra estallada en los bombardeos cuando el odio descarga contra la humanidad asesinando cuerpos, “generosas rocas de edificios”, y pregunta el poeta: ¿y la conciencia?, a lo que tristemente se responderá él mismo: “la conciencia, árbol de imaginación”.
Es ahí donde Nancy ha discutido la observación heideggeriana de que la piedra es “sin mundo” y permanece en un más acá de la diferencia entre la indiferencia y su contrario (Derridas), y a esa pasividad que no es tal, sino en la medida en que, desnuda está, fuera de sí, se ha consagrado en cuevas con su legendario arte rupestre, la piedra del Taj Mahal o la ciudad de Petra.
En otro de sus poemas, “Lagometamorfosis”, del libro Canción de lluvia, se deja conquistar por Tenochtitlan, que nostálgica eleva sobre su “Región más transparente del aire”. De la piedra del sol a la piedra del hoy. No en balde otro libro de poesía sobre la piedra, Espera la piedra, de Óscar del Barco, ha dado origen a un ensayo intitulado: “De Dios a la piedra”. Y al dar cuenta de la simplicidad de “La piedra del río”, el poeta peruano José Watanabe, nos hace pensar que la tautología de la piedra que es piedra, recuerda la del lenguaje que es lenguaje, donde la reiteración quizá nos indique algo más que una simple redundancia y sea otra señal hacia lo simple que nunca es simple.
Al despertar, dice el poeta “me sé de voces, me escucho, converso, soy amigo de mis labios, me sé en mí, en mi equipaje fiel de huesos, valle de la carne…”. Sentirse umbilicalmente unido a la tierra, es más que una bella metáfora. Hay algo más allá del concepto patria, y es el concepto matria. La humanidad ha olvidado su matria, su madre y útero primigenio, se ha reducido a habitar fronteras geográficas, reduciendo el concepto de matria, al concepto de patria. La matria en la que se sustenta toda patria es la madre tierra, nuestra gratitud hacia ella nos regresa a lo que somos y de eso depende nuestra salvación como especie. Retoma: “Dios pecó en tu desnudez. Se enamoró de ti, del erotismo que derrota a todo ojo/ de tu sexo, de tus labios, de tus pechos,/ de tu rostro. De tus glúteos, de tu voz… de la marina brisa de tus ojos. La manzana cayó/ por la gravedad de tu belleza”. Es así como nos da esa poesía de luna llena, palabra hechizada, voz de seda… que ha nacido para cobrar un día su lugar de honor que le corresponde entre las letras mexicanas.
El impulso social resuena en la poesía… Que el autor compone a dos voces con la poeta Cristina Sánchez López: “La tarde viuda, que ya apesta/ apedrea los barcos/ los quiere hundidos,/ los nombra en vano:/ amarga vida, grito enterrado/ en las pupilas de los ahogados”.
Viene después la selección de Imperio de Miradas. La mujer de agua vive en el Museo de Louvre cual verdadero “puerto de miradas”. “Ramillete de aves” que invade la ciudad de la razón: Mujer de agua,/ rescata el naufragio de la nave,/ que expire, en la isla de tus labios.
A Mar abierto es sangre de América Latina, y ella la recuperará. Postula una vuelta al imperio de la imagen, más allá de la pura poesía del lenguaje o el furor de la poesía oral que han asumido las nuevas generaciones. La poesía de Alarcón Beltrán es intento por dejarse envolver en la espiral de las palabras, logra recuperar cielo y mar: Versos transparentados del vaso de unos ojos marineros: “Vuelvo al mar…/ cruzo el puente que tiende tu mirada,/ encallo en la vehemencia de tu rostro,/ navego el arrecife de tu cuerpo./ De ti parto. A ti vuelvo”.
Versos salidos de árbol de soles en busca de “la presea dorada”; etimológicamente la materia es el centro del árbol, la materia dura, cántaro que resguarda “Bajo sol, el Sahara de las manos”, escudriñando así el endecasílabo, dejándolo en brazos de otra magia, la del dodecasílabo, tan cara a Darío: “los demonios del violín Stradivarius… la amorosa disciplina de los dedos”.
Foucault en “El pensamiento del Afuera”, nos dice que existe una mirada particular respecto a la noción de habla poética. Tal vez sea una mirada de renuncia a lo otro, a los conceptos vanos de bueno o malo: a la herencia. En el libro antologado: Flor de Cáncer, del poeta Alarcón: “Renuncio la herencia”: “renuncio la custodia/ que generación tras generación/ unge en la frente la boca de mis padres”… “me quedo con los atardeceres, con la luna llena/ y las luciérnagas estrellas que incendian y adornan la obsidiana, me quedo con una flor en la mano, con un poema en los labios”.