Según especialistas británicos y norteamericanos
Por René Anaya
Sin el ánimo de justificar las actividades corruptas de políticos, empresarios y ciudadanos comunes y mordientes, un grupo de investigadores ha encontrado las áreas del cerebro que se modifican con los actos corruptos que van desde una mentira o engaño, hasta los robos y fraudes que suceden cotidianamente en países como el nuestro.
A diferencia de quienes pretenden ver en el cerebro centros de poder, de homosexualismo, de vasallaje o de otras conductas, que aparentemente se presentan por tener o carecer de ciertos procesos o estructuras biológicas, los especialistas plantean que las conductas de corrupción son las que transforman ciertas estructuras cerebrales hasta que el individuo pierde los escrúpulos o aumenta su cinismo.
Los factores de la corrupción
A diferencia de otros estudios u opiniones que señalan a la corrupción como parte de la cultura o que es inherente al ser humano, esta investigación demuestra que determinados factores sociales, culturales, políticos, económicos y psicológicos se conjuntan para que se presente la corrupción en mayor o menor grado.
Se sabe que los actos de corrupción son más frecuentes en países en que no se tienen leyes o se tienen pero se aplican discrecionalmente, lo que permite obrar impunemente, como en México que a pesar de las recientes reformas a leyes y reglamentos, como el de tránsito, quienes infringen las disposiciones rara vez son multados.
Esas reiteradas violaciones a la ley crean un ambiente de impunidad que propicia la realización de ciertas conductas y, posteriormente conduce a la modificación de estructuras cerebrales relacionadas con las emociones y el aprendizaje emocional, como la amígdala cerebral, la cual forma parte del sistema límbico, y está relacionada con el condicionamiento del miedo.
Se sabe que un estímulo emocionalmente neutro puede producir reacciones emocionales por su asociación temporal con estímulos adversos, de esta forma se aprenden determinadas conductas que se deben seguir para tener un buen proceso de socialización. Por ejemplo, la advertencia de que determinados actos pueden conllevar un castigo, disuaden a las personas de incurrir en conductas reprobables, pero si cuando se infringen las disposiciones no hay la sanción correspondiente o la probabilidad de que se aplique es muy baja, entonces falla el aprendizaje emocional.
De esta forma, los actos de corrupción pueden estar determinados por diversos factores sociales, culturales, políticos y económicos. Se ha visto que personas con poder político, económico o prestigio social pueden violar leyes y evadir el castigo, como sucede en nuestra vida cotidiana.
Una investigación libre de sospechas
En esas condiciones, Tali Sharot, Neil Garret y Stephanie C. Lazzaro del University College de Londres y Dan Ariely de la Universidad Duke de Carolina del Norte, realizaron una investigación sobre el funcionamiento cerebral durante la realización de actos de corrupción, que dieron a conocer en su artículo “The Brain Adapts to Dishonesty” (“El cerebro se adapta a la deshonestidad”), el pasado 24 de octubre en la edición en línea de la revista Nature Neuroscience.
A 80 personas entre 18 y 65 años se les pidió calcularan, junto a un compañero que no veían, las monedas que contenía un recipiente para repartirlas equitativamente. En la primera ocasión el resultado fue correcto. Esta acción se repitió varias veces, entonces quien contaba las monedas comenzó a hacer trampa de manera progresiva, decía que eran menos las monedas para quedarse con las restantes después de la repartición.
Esta conducta deshonesta fue detectada en el cerebro con resonancia magnética nuclear. Se encontró que la primera vez que se hizo el engaño, la reacción emocional de la amígdala cerebral fue intensa; en las posteriores se debilitó gradualmente, de tal forma que los investigadores pudieron predecir el nivel de deshonestidad a partir de qué tanto se reducía la actividad en la amígdala cerebral. Los autores advierten en su trabajo que solamente detectaron la escalada de deshonestidad, sin tomar en cuenta otros factores que influyen en el comportamiento social, como un sistema que propicie o castigue esos actos de corrupción.
Sharot y colaboradores subrayaron que su trabajo muestra “los posibles peligros de participación regular en pequeños actos de deshonestidad, peligros que se observan con frecuencia en ámbitos que van desde los negocios hasta la política y la ley”.
Por último, señalan que “los resultados descubren un mecanismo biológico que conduce a una pendiente resbaladiza: lo que comienza con pequeños actos de deshonestidad puede escalar a transgresiones mayores”. Esto explica, pero no justifica los actos de corrupción de nuestro sistema, en el que la impunidad es la norma.
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f/René Anaya Periodista Científico