Andrés Manuel López Obrador, el defensor a ultranza de la soberanía nacional, el mesías de la democracia, el abogado incorruptible de los pobres, declaró que el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, no es un peligro para México.

El líder político y “moral” de Morena quiso olvidar —así le conviene— que el magnate neoyorkino centró el éxito de su campaña en atacar y amenazar, un día sí y otro también, los intereses de México. En demostrar a sus eufóricos seguidores que los mexicanos le damos náusea. Que el autor del lema “hagamos otra vez grande a América” no es más que el representante siglo XXI de la política del Gran Garrote que tiró gobiernos democráticos e impuso dictaduras en América Latina.

López Obrador aceptó, sin decirlo, que se identifica con un racista arrogante que desprecia a los pobres, a las mujeres y a todos aquellos que no sean de su raza, religión y clase social.

No nos extrañe si un día nos enteramos de que ha comenzado a tener contacto —si no es que ya lo tiene— con el equipo del republicano para darle muestras de su simpatía y ofrecerle reproducir en México lo que tan exitosamente ha logrado hacer él en Estados Unidos: derrotar el orden establecido.

“Ayúdeme, señor presidente, a ser presidente de México”, le va a decir López Obrador a Trump.

López Obrador debió haber sido el mexicano que siguió con más cuidado e interés la campaña de su gemelo político.

Y es que el oportunismo y la inmoralidad del tabasqueño forman parte del cálculo que viene haciendo desde hace tiempo. En México hay conDirectora de la revista Siempre!diciones similares a las que existen en Estados Unidos para que en 2018 gane la Presidencia de la República un personaje que, por su estilo e ideas, haga estallar el sistema.

El incremento de la pobreza y desigualdad; la imposibilidad de subir en la escala social; el empobrecimiento de todos, lo mismo de los más pobres que de la clase media; el enriquecimiento de unos cuantos, y el rechazo hacia la clase política crean las condiciones para que triunfen los antihéroes.

Nuestros gobernantes no deben esperar que Trump cambie cuando llegue a la Casa Blanca. La razón no es política sino psiquiátrica. Se debe tener conciencia de que llegó a la presidencia del país más poderoso del planeta un hombre carente de equilibrio emocional.

Millones de horas de audio y video guardan el testimonio de un individuo estructuralmente impredecible, proclive al arrebato y a la violencia. Incapaz de cumplir una promesa.

Y esto —que no es baladí— tendrá una repercusión directa en las decisiones que tome en la Oval Office, en el despacho oval desde donde un día, si así se lo dicta su mal humor, podrá suspender la exportación de granos a México o poner fin a una serie de tratados y acuerdos comerciales.

La victoria del multimillonario obliga a México, por lo tanto, no solo a tomar medidas de contención sino a privilegiar la productividad y el consumo interno.

Lo que representa Trump, además de un populismo fascista, es el proteccionismo económico hacia el que ya tienen países como Gran Bretaña. Se trata de privilegiar el “cuidado de la casa”, y que el mundo se caiga si se tiene que caer.

Durante los 17 meses que duró su campaña, Trump advirtió que acabará con todos aquellos convenios bilaterales o trilaterales que están dejando sin trabajo a los norteamericanos porque las empresas han decidido llevarse sus plantas de producción a México o a China.

En una de muchas lecturas se podría pensar que el loco de Trump pondría poner fin al neoliberalismo. Que es un alumno del Premio Nobel Joseph E. Stiglitz, quien ha denunciado los estragos fiscales, la “gran brecha” social y económica provocada por la globalización. Tal vez ése es el absurdo análisis que está haciendo López Obrador.

Sin embargo, la mala noticia es que la mentalidad de Trump es muy simple. Quiere volver a hacer de Estados Unidos el imperio que un día fue. Por los medios que sean y cueste lo que cueste.

@pagesbeatriz