El primero de noviembre Romerillo se veía desierto. Durante la noche, el ciclón Hattie que destruyó Belice, desbordó los ríos de Chiapas y anegó campos, aldeas y ciudades, había golpeado sin cesar las ventanas de la clínica donde pasamos la noche.

El esperado día de Todos Santos no podía ofrecer un aspecto más lúgubre. Los senderos brillaban como plata; las mazorcas, en los maizales secos, caían sobre sus tallos doblados, llovía copiosamente y los rebaños gigantescos de las nubes, aguijados por la tempestad, corrían sobre el horizonte ocultando encinares y montañas.

Los muertos habían llegado a las seis de la mañana y estarían ya con sus familiares, reposando junto al fuego y comiendo los manjares preparados la víspera. En el fondo se levantaba un altar con tazas de caldo, panes, tamales, flores amarillas y dos velas que chisporroteaban. Al centro ardía la imprescindible hoguera y junto a ella, un chamula, de pie, tocaba la guitarra y cantaba.

¿De dónde vienen los muertos? Vienen del cielo, del infierno y del purgatorio. Todos vienen con licencia. Los muertos, como nosotros los vivos, tienen dos caminos: uno, con flores, lleva al infierno; otro, con espinas y piedras, lleva a Dios. Lo pueden reconocer porque Dios anda vestido, como está vestido en la iglesia nuestro Señor San Manuel, nuestro Señor San Salvador.

A lado de una tumba, cubierta de flores y de panes, sollozan dos mujeres. Ese hombre que yace bajo tierra, las dejó viudas al morir y las dos mujeres dando el ejemplo de un amor conyugal compartiendo abiertamente, se esforzaban en demostrar quién fue la más herida por la pérdida. Sus dos niñas, sentadas a corta distancia, jugaban con una naranja sustraída a la tumba de su padre. Sin duda hay demasiadas viudas con hijas pequeñas, porque abundan las mujeres solitarias y gimientes acompañadas siempre de una niña sentada con gran compostura y a la que no afectan los sollozos ni las lágrimas de sus madres. Como todas las mujeres, vestían sus gruesas faldas de tela oscura y por la aberturas del huipil de lana surgían sus brazos desnudos.

En otra tumba, una familia numerosa –la única en todo el cementerio- ofrecía un cuadro extraño. Eran la mujer, las tres hermanas, los tíos de un hombre muerto recientemente por el nahual, en la flor de la edad. La mujer, envuelta la cabeza en un turbante, con los ojos enrojecidos, el rostro crispado, le daba el seno a su último hijo –los más grandes están acurrucados a su lado-. Los viejos tíos, arrodillados en un extremo, bañados en lágrimas, lloraban ruidosamente.

Así recibimos el juicio final. Así será el último día de un mundo aniquilado por las bombas atómicas, con esta mezcla de alegría bárbara y de lacerante dolor, con esos mashes de anteojos negros y gorros napoleónicos danzando desorbitadamente, estas mujeres posternadas en las tumbas y estos niños ignorantes de la gran tragedia oculta en sus propios cuerpos; con estas cruces altas, trágicas, postes totémicos, calvarios imposibles y con este huracán rugiendo en torno nuestro y estas nubes de plata luchando entre sí, combatiéndose, amenazadores testigos de la locura, de la embriaguez final, de la noche eterna convertida en carnaval de los muertos, en ternura inútil, en resurrección imposible, en día indio de todos los santos y todos los muertos del mundo.

Fragmento extraído del Suplemento “La Cultura en México” #38 / 7 de noviembre de 1962.

Archivo: Siempre!

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