Eusebio Ruvalcaba

Para quienes tienen miedo de escuchar la gran música. Para quienes piensan que la bien o mal llamada buena música es aburrida. Para quienes están a un paso de cruzar el umbral de la mediocridad, para todos ellos nació la Sinfonía Júpiter. Sobra decir que se trata de una obra cumbre, que no exige nada del oyente más que el compromiso de sentir —pero aun el que no sienta, que ha de ser un bicho rarísimo, se va a dejar llevar de la mano hasta límites insospechados mientras la oiga. Hablo en serio. La única vez que he bebido con un pusilánime la escuchamos y terminó a lágrima viva, reclamándome por qué nunca lo había invitado al mundo de Mozart.

Las sinfonías de Beethoven parecen provenir desde un volcán en erupción. Cuando menos si pensamos en la 3ª, la 5ª y la 7ª, dudamos que exista un precedente. Pero nos equivocamos. La sinfonía Júpiter es acaso la lava de la cual está nutrido aquel volcán. Y desde luego es mucho más que eso —a pesar de que haya quienes ven en esta influencia el único, o, desastrosamente, el más importante valor mozartiano, los que, cual desdichado eco del romanticismo, consideran a Beethoven la medida de todas las cosas. El musicólogo español Héctor del Valle lo define así: “Por virtud del concepto evolutivo de la historia del arte, que lleva a desconocer la esencia propia de un estilo para subrayar solamente lo que hay en él de herencia o consecuencia de lo anterior y de germen de lo que le sigue, la obra de Mozart quedó considerada simplemente como etapa de paso para Beethoven. Se valoraba a Mozart no por sí mismo sino por lo que tenía de Beethoven”.

1-img_5734-copyApreciaciones pueriles de la historia del arte, en las cuales no se piensa cuando se disfruta una sinfonía como la 41, que es la Júpiter. No es cualquier cosa que se la llame así, y conste que este sobrenombre se le ocurrió a un editor desconocido. Por Júpiter entendemos lo más alto, lo más fuerte, lo más grande. Justo como lo es esta sinfonía, que se sitúa en la punta de esa gran estructura que Mozart dedicó a la sinfonía como su testamento orquestal. Esa estructura sólida e indestructible comprende las tres últimas, todas compuestas en el verano de 1788: la Júpiter, la 40 y la 39, cuyo epíteto es la Sinfonía del Canto del Cisne —aunque bien podría incluirse en ese legado musical l 38, que es la Sinfonía Praga, compuesta un par de años antes.

Bien. La Júpiter es una sinfonía que en sí misma constituye una paradoja, pues a su monumentalidad orquestal se contrapone su sencillez y encanto —y hay que insistir en su despliegue sonoro, que en  mucho habla de los “efectos especiales” que Mozart traía en la cabeza—; de verdad es una obra tan delicada, que de pronto pareciera que lo que se está oyendo es un pequeño grupo de música de cámara, tal deleite y sensación de levedad produce. Pero a la vez es una sinfonía que en mucho rebasa el concepto que de este tipo de música se tenía en aquel entonces, hasta trascender su momento y desparramarse como la sombra de una nube por todas las inmediaciones musicales.

Discografía

El mercado está colmado de versiones excelentes. Cómo no pensar en la que Kubelik hizo para EMI Classics con la Filarmónica de Viena. O la que Karajan hizo para el mismo sello con la Filarmónica de Berlín. Cabe agregar que la Júpiter es una sinfonía para directores de temperamento recio, y de orquestas que respondan al ímpetu dictatorial sin arredrarse.