Fue clave esa postura

Por María Ángeles Góngora

El martes 8 de noviembre pasará a la historia como el día que los electores estadounidenses le dieron a Donald Trump la presidencia de su país, convirtiéndolo en el sucesor del primer presidente afroamericano de la historia de Estados Unidos. En 2008, el triunfo de Barack Obama mandaba un mensaje de apertura al mundo ante la posibilidad de que los ciudadanos de distintas razas podían llegar a ser presidente; pero además, acercaba la idea de que los intereses de diversos grupos de la población fuesen defendidos. En 2016, los estadounidenses han elegido a un portavoz con un mensaje distinto: para “hacer a América [sic] grande de nuevo”, los intereses de la población blanca deben anteponerse a los de otros grupos. La intolerancia ha ganado.

Magnate inmobiliario y hotelero, empresario de salas de juego y concursos de belleza, presentador del reality show The Apprentice; Trump tiene una larga carrera bajo los reflectores que por nadie es ignorada, pero su trayectoria en la política es diferente. Jamás llegó a ocupar un cargo público, pero en tres ocasiones intentó postularse como candidato presidencial: en 1999 se acercó al Partido Reformista de Jesse Ventura, sin embargo, no se consolidó su proyecto; en 2012 coqueteó con el Partido Republicano por primera vez, pero terminó apoyando a Mitt Romney; fue en 2015 cuando su candidatura logró posicionarse y ganar las primarias republicanas.

captura-de-pantalla-2016-11-10-a-las-2-55-09-p-mMás allá de su inexperiencia en la administración pública, resalta su perfil no político que logra explicar su excentricismo y su reactivo discurso de campaña. Trump forma parte del movimiento de personajes surgidos de fuera de las líneas de la política, fuera del establishment personificado en la élite que se turna para gobernar un país, lo cual es consecuencia de la pérdida de confianza en los políticos tradicionales, tanto en el gobierno como en las filas de los partidos. De acuerdo con investigaciones del Pew Research Center, tan sólo 26 por ciento de los demócratas pueden confiar en su gobierno casi siempre o la mayoría de las veces; respecto a los republicanos, la cifra desciende a 11 por ciento. Obama, como presidente demócrata, alcanzó 25 por ciento de confianza como punto más alto. George W. Bush, último presidente republicano, solo alcanzó 54 por ciento un mes después de los atentados terroristas del 11 de septiembre como reacción a las medidas que habían tomado ante el temor colectivo. El descanto en la política es general, ya no es un asunto de partidos.

En este contexto Trump no solo ganó la candidatura del Partido Republicano, sino que le arrebató la presidencia a Hillary Clinton, un personaje con amplio conocimiento sobre la administración pública estadounidense, con propuestas específicas en materia económica, de salud, empleo y política exterior, portadora de la bandera de llevar a la primera mujer a la Casa Blanca; pero miembro e hija del establishment político en el que la gente no cree e incluso repudia. En contraste, Trump carecía de compromisos políticos o económicos, no tenía lealtades partidistas —pues incluso su propio partido le había dado la espalda— y no mostraba ningún tipo de ataduras de pensamiento para elegir a los miembros de su equipo de asesores.

Donald Trump

Donald Trump

Inmune a las críticas, escandaloso, xenófobo, misógino; todo en su actitud de campaña parecía ser irracional para un candidato a la presidencia. Las propuestas que lanzó no dieron luz sobre un proyecto de nación: la construcción de un muro en su frontera sur pagado por México, la prohibición al ingreso de musulmanes a Estados Unidos, el rechazo a las comunidades latinas, entre otros más. Sin embargo, su determinación basada en la locura parecía asegurar su realización, su excentricidad no fue tomada como frecuente demagogia política sino como un síntoma de cumplimiento de promesas de campaña. Su actitud hizo creer que, ante ideas comunes y disfuncionales, lo poco ordinario e incoherente podría proteger a los ciudadanos que cada vez se sienten más atacados por la multiculturalidad estadounidense.

Fue un grupo específico de electores, que habían dejado de votar en comicios pasados, que despertó de su letargo para darle la victoria: hombres blancos, mayores de 45 años, sin educación universitaria y de afiliación republicana, de acuerdo con información de The Economist. Sin embargo, también hubo mujeres blancas, universitarios graduados o de posgrado, así como electores independientes que le dieron su voto. Esto deja del otro lado a hispanos, asiáticos y afroamericanos, entre otros grupos, que tendrán durante los próximos cuatro años a un presidente que categóricamente no verá por ellos.

Las presidenciales estadounidenses han orientado sus resultados más allá de la política: la sociedad estadounidense ha quedado profundamente dividida y ahora está marcada por ser intolerante a lo diferente. El problema a futuro es que la división tiene un efecto multiplicador, donde las partes se vuelven cada vez más pequeñas, hasta que se termina pensando en la supremacía de un pequeño grupo sobre los demás. La respuesta ante la problemática actual sería el surgimiento de candidatos que no pertenezcan al establishment pero que busquen la construcción de puentes de entendimiento como respuesta y no el distanciamiento como solución a lo desconocido o incomprendido.

Internacionalista de la UNAM