Por Juan Antonio Rosado
En términos simples, en una sociedad operan dos fuerzas antagónicas, lo que no significa que exista un maniqueísmo, ya que los matices son múltiples. Caos y cosmos o, para decirlo en términos del argentino Domingo Faustino Sarmiento, civilización y barbarie luchan en la realidad y en la literatura latinoamericana desde sus inicios, y es la barbarie la productora inicial de violencia. Su rechazo constante de lo distinto, su intolerancia acentuada con diversos tipos de poder, la hacen actuar impositivamente sobre la realidad e impregnarla de violencia física (torturas, homicidios, masacres), y de otros tipos de violencia, como amenazas, privaciones de la libertad, control a través de la intimidación, chantajes, secuestros, exilios…
La violencia se ha estudiado desde muchos ángulos. Erich Fromm la aborda principalmente desde un punto de vista sicológico en Anatomía de la destructividad humana y en El corazón del hombre; François Laplantine, en El filósofo y la violencia, y René Girard en La violencia y lo sagrado, la abordan desde la mitología y la filosofía. Infinidad de textos se han escrito sobre la violencia como medio político o desde un punto de vista sociológico, económico, jurídico o incluso biológico. Puede, pues, afirmarse que no existe la violencia sino las violencias y que en todas se da la relación de conflicto entre el verdugo y la víctima, el amo y el esclavo, el violentador y el violentado. A nivel social, como afirma Santiago Genovés, la conducta violenta es siempre evaluada a partir de patrones legales. Los actos violentos son aniquilados por el aparato represor del Estado, que actúa en nombre de la sociedad y para la sociedad. Sin embargo, cuando la violencia está institucionalizada y es justificada por el aparato ideológico del Estado, es decir, por las leyes, se trata de dar una imagen de paz social y estabilidad, tanto hacia el exterior como hacia las capas acomodadas del interior, que alimentan al gobierno con su riqueza. La institucionalización de la violencia, además de trivializarla, de volverla un elemento cotidiano, la acrecienta a medida que el gobierno pierde legitimidad. Como dice Carlos Pereyra en Política y violencia: “a menor legitimidad, mayor violencia”, aspecto constitutivo de los regímenes dictatoriales. Es esencial distinguir entre legalidad y legitimidad. La sociedad debe establecer lo que es legítimo y la legalidad debe basarse en ello para no recurrir a medios violentos.
Si bien nuestra sociedad vive, a nivel de medios masivos de comunicación, una aceptación y vulgarización de todo tipo de violencia, ha sido en muchas ocasiones la violencia organizada o institucionalizada el refugio de la clase en el poder, vista por cierta literatura como una fuerza esencialmente negativa. Como en muchos mitos, la fuerza positiva (víctima de la violencia organizada) responderá con más violencia. A esta reacción se le llama contraviolencia y se manifiesta de muchas maneras y con múltiples matices. Georges Sorel, en Reflexiones sobre la violencia, ha pretendido que la reacción contra el opresor debe estar inspirada por un mito social capaz de inyectar ánimo épico en la población y darle cohesión. La contraviolencia es popular y representa el deseo de civilización frente a la barbarie, posee connotaciones positivas y puede considerarse como el arma de los huelguistas, de los explotados o segregados, la venganza ante las injusticias sociales de los hombres violentos que detentan y abusan del poder.