Fue ejemplo histórico a nivel mundial
Alfredo Ríos Camarena
La Constitución mexicana de 1917 es un ejemplo histórico en el derecho mundial que recogió la voz de los desheredados para plasmar sus anhelos en garantías sociales; legitimó el carácter de la propiedad privada, sujeta a las modalidades del interés público; permitió la expropiación de los latifundios, para entregar la tierra a los ejidatarios y comuneros, que fue la demanda más sentida de la Revolución; estableció normas claras de defensa del derecho laboral, la educación gratuita y laica y, más tarde, reivindicó los derechos de los pueblos indígenas.
Estas garantías sólo pueden funcionar con una legislación que no sea igualitaria e imparcial, sino a favor de las clases vulnerables y, para lograr sus fines sociales, se requiere un Estado robusto y poderoso, que le dé conducción a la rectoría del desarrollo y que tenga la capacidad económica para cumplir estos altos fines de carácter histórico.
Todos los mexicanos, particularmente quienes estudiamos el derecho constitucional, estamos orgullosos de esta construcción jurídica que —sin tener como fuente a las teorías económicas de John Maynard Keynes y a las teorías políticas de la social democracia— pudo formular sus preceptos y normas con un grupo de constituyentes, cuyo principal mérito fue saber interpretar al pueblo y darle un punto de partida de grandes dimensiones. Por ello, se creó el derecho agrario, el derecho laboral y el derecho indígena.
Estos objetivos de justicia social se han perdido y las modificaciones, a veces absurdas, al texto constitucional han ido en detrimento de las garantías sociales, enriqueciendo la democracia liberal al estilo Adam Smith, o mejor expresado, con las tesis monetaristas de Milton Friedman.
Poco a poco hemos destruido nuestro modelo de un Estado social de derecho para darle preeminencia al mercado sobre el Estado, abriendo las puertas a un neoliberalismo en el que los gobiernos de México, desde hace 30 años, pusieron todos los huevos en la podrida canasta, que sólo reconoce como valor supremo el enriquecimiento y el culto al borrego de oro.
Se equivocaron diametralmente y lo estanos viendo frente a los vientos huracanados que nos esperan a partir de la irrupción en la política mundial del absurdo y xenofóbico nuevo presidente del Imperio.
La Constitución que estamos a punto de festejar está herida de muerte y moribunda; es tiempo de voltear los ojos a nuestros antiguos paradigmas que nos hacían soñar en la construcción de un Estado de bienestar.
Es cierto que hay logros en salud, educación e infraestructura, pero también es verdad que cada día el Estado abdica de sus objetivos y entrega la obra pública, para que ésta sea construida por la empresa privada, a cambio de cuotas exorbitantes que habremos de pagar quienes las utilizaremos, olvidando que es obligación del gobernó nacional. Hemos privatizado carreteras, puertos, aeropuertos, hospitales y hasta cárceles, para seguir siendo buenos discípulos de las reformas estructurales a las que nos ha obligado —como a muchos países— el Fondo Monetario Internacional.
Nuestra Constitución original no sólo creo un Estado de derecho, sino un Estado social de derecho, que hoy parece estar al garete, cuando todo depende del mercado, de los empresarios, de la competencia y de los grandes intereses económicos y financieros que rigen el mundo de nuestro tiempo.
En los próximos años tenemos que recordar la ruta histórica y constitucional de México y, no importando sacrificios, no estaremos de rodillas frente al Imperio, ni pediremos, como la absurda homilía del cardenal Norberto Rivera que le pidió a la Virgen de Guadalupe que enterneciera el duro corazón del próximo presidente de Estado Unidos.
No, ya conocemos cómo actúan los Polkos impulsados por la fuerza de la reacción, ya los vimos traicionar a México en la guerra de 1847; no queremos repetir esa historia de vergüenza e ignominia.
México tiene recursos, cultura, historia y, sobre todo, en los más humildes de sus ciudadanos existe la solidaridad y el patriotismo que hoy requerimos para defender nuestra dignidad y soberanía.
No sigamos asesinando a la Constitución; devolvámosle su enrome contenido ético y justiciero.
Profesor de Garantías Constitucionales de la Facultad Derecho de la UNAM