Recuerdo de un viaje a Cuba

Humberto Guzmán

Abordé en la ciudad de México el modesto avión que me llevaría a La Habana. Yo era parte del grupo de universidades estatales de México, entre ellas la Universidad Metropolitana, donde trabajaba en la dirección de Difusión Cultural de Rectoría General, al principio de los ochenta. Carlos Montemayor, que la encabezaba, me había dado precisas instrucciones. Me distinguió con la importante encomienda, delicada inclusive… como un espía de novela a la James Bond.

Carlos me veía fijamente a través de sus lentes tipo siglo XIX, de arillos muy delgados, con la pipa a un lado y voz misteriosa —en ese momento no parecía norteño— me indicaba: Casa de las Américas, un número de la revista Casa del Tiempo, iniciada en nuestra administración, dedicada a la literatura cubana reciente, y los cubanos responderían con un número de su revista dedicado a la literatura mexicana; varios libros publicados en la UAM con la obra de escritores de ese país y en reciprocidad los isleños harían lo propio con libros nacionales. Sin contar tal vez intercambios entre nuestra comunidad universitaria y la cubana. En mi equipaje llevaba libros y ejemplares de Casa del Tiempo para obsequio.

En una imagen de agosto de 2104, el legendario restaurante bar La Bodeguita del Medio que funciona desde 1942 en La Habana. Fotografía: Richard Cavalleri/Shutterstock

Culto a la personalidad

En el recorrido desde el aeropuerto vi los primeros anuncios panorámicos a las orillas de la carretera, al estilo de la publicidad marxista-leninista en la versión Moscú o según el maoísmo de Pekín, con las imágenes de Fidel y del Che Guevara y su eslogan político: ¡Hasta la victoria siempre! La Habana libre, decía otro. Esta tendencia me la volvería a encontrar en Caracas de 2002, pero con la imagen reproducida mil veces de Hugo Chávez, imitador de Fidel Castro y de su ya entonces longeva dictadura. El “socialismo del siglo XXI”, decía guapachosamente en su programa de televisión ¡Aló presidente!

En La Habana nos recibieron dos o tres guías. Recuerdo a uno, moreno, pero no negro, que conocía a los que llegaron por la UNAM. Le llevaron su botellita de tequila, cuando esta bebida no era tan internacional: no formábamos parte del TLC y nuestras fronteras no eran tan abiertas como ahora. Ya se sabe, en el “socialismo” los espías saltan hasta debajo de las piedras; la mitad de la población espía a la otra mitad. Y estos guías eran nuestros simpáticos y atentos espías.

Teníamos un rígido programa de actividades que eran, en definitiva, turísticas. Nos mostraban sus hoteles que, por lo menos mi cuarto, tenía la alfombra y las cortinas raídas, la llave del lavabo descompuesta. Pensé que se podía ser pobre pero no infuncional. El elevadorista del hotel era un señor de buena estampa, blanco y de saco azul. Alguien le ofreció una propina y él la rechazó. Musitó algo aprendido referente a la revolución. Todo en Cuba tenía que ver con la revolución.

No olvido, cuando visitamos un salón de una escuela primaria, donde tenían grandes fotografías de los héroes de la revolución, Fidel, el Che, ¿Cienfuegos?, con adornos como hojas de laurel de papel y los niños (niños y niñas como se obligan a decir en México) gritaban a coro unas recitaciones, como oraciones religiosas, que eran loas a los héroes. Esto se hacía todas los mañanas.

En México, además de que no existía el rezo a los héroes, éstos habían sido fusilados que, en su inmortalidad, regresaron triunfantes.

En Cuba el protagonista principal estaba vivo y coleando, regañando a todo el mundo, el comandante Fidel Castro Ruz. El culto a la personalidad era una obviedad irrelevante. Así son las “revoluciones” latinoamericanas: todo se pasa irresponsablemente.

Me confundieron con policía cubano

Los guías nos llevaban por caminos trazados por sus superiores. No se veían tiendas. Encontré algo parecido con los anaqueles vacíos. ¿Para qué ponen anaqueles si no tienen qué exhibir en ellos? Varios jóvenes cubanos se acercaban al grupo. Noté que a mí no. Luego supe por uno de ellos que me veían con desconfianza, creían que era cubano —y por lo tanto policía—. Nunca se me hubiera ocurrido que yo pareciera cubano. Pero a cuál, uno negro o uno blanco. Sin duda al segundo; para ellos, peor.

Los espías, es decir, los guías, me miraban con curiosidad. En un centro nocturno me hizo la plática el que recuerdo. Me preguntó qué sabía de marxismo. Presumí que en mis clases de economía en el Politécnico había leído El Capital —en realidad fue un capítulo—. Sonrió y me declaró que él llevaba varios años estudiando marxismo y apenas estaba entrando en la profundidad de su conocimiento. Me imaginé que consultaban a Marx, como al Yi Ching o a un horóscopo cada mañana. También me preguntó por qué yo no era como los otros del grupo, se refería a los de la UNAM, que contaban chistes, bailaban rumba: mal, bebían mojitos.

¿Y Casa de las Américas y los escritores —no pensaba en los disidentes que estaban en la cárcel?—. ¿Cuándo?

El colega de Tabasco me dijo que se les acercaban para pedirles un jabón, un tubo de pasta dental, chicles, unas medias de mujer. Dólares no, porque despertarían sospechas. Recordé que a mi regreso de Checoeslovaquia, la primera vez, me preguntaban qué me había parecido el comunismo. Les contestaba —un tanto burlón— que todo lo que decía la propaganda de derechas en contra había resultado cierto.

No pasamos de los hoteles, playas, centros nocturnos y turísticos en general, lo que querían era que les mandáramos universitarios, estudiantes, profesores, empleados, a pasar divertidas vacaciones y que les dejaran divisas. ¿Y nuestra propuesta para Casa de las Américas, revistas, libros? Eso no servía de nada. Ignoro si Carlos Montemayor creyó el informe fiel que le entregué.