Blas Galindo (1910-1993)

Eusebio Ruvalcaba

Con una puntería que hubiera querido Robin Hood para un día de fiesta, el niño apuntó, arrojó la piedra y dio en el blanco: en la persona del presidente municipal de San Gabriel. Al día siguiente, la policía local andaba persiguiendo al escuincle travieso por todo el pueblo. Se ocultó en una tienda, pero lo localizaron y lo encerraron en la cárcel de puritito castigo. ¡Va a sufrir mucho!, pensó su madre. Pero qué va. El niño estaba muy a gusto, jugando baraja con los presos. Blas Galindo, era su nombre.

Blas Galindo nació en el pueblo de San Gabriel —hoy Venustiano Carranza—, Jalisco, el 3 de febrero de 1910, y murió en la Ciudad de México en 1993. SuBlas Galindo nació en el pueblo de San Gabriel —hoy Venustiano Carranza—, Jalisco, el 3 de febrero de 1910, y murió en la Ciudad de México en 1993. fue feliz y pintoresca. Luis Galindo Nieves, su padre, era propietario de una destilería de tequila, en la cual trabajaban hasta 40 obreros en dos turnos. Ser propietario de una industria en pequeño, le permitió dotar a sus 18 hijos de comodidades, cuidados y alimentación de que carecía la mayoría de los niños de San Gabriel. En la casa Galindo, doña Adriana Dimas Casillas, la madre, era una mujer tan rígida como tierna y disciplinada, aunque esas cualidades rara vez marchan juntas. Así, en la cocina había colgados jarros que iban desde los más pequeños hasta los más grandes, con su número pintado en la base de cada jarro. Cuando los 18 hermanos se sentaban a la mesa con sus padres, cada quien sabía exactamente el jarro que le correspondía.

Blas era uno de los más inquietos. Desde chiquito se le pegaba a los arrieros, y se iba con ellos a entretenerse y a aprender de las labores del campo. Lo que en el fondo le gustaba era realizar trabajos arduos, propios de hombres corriosos: cortar el maguey a machetazos, acarrearlo, desespinarlo y amarrarlo en el lomo de los burros, cosa que le costaba mucho trabajo por ser aún un niño, pero que él se empeñaba igualmente en llevar al cabo.

Pronto ingresa a la escuela primaria. A estas alturas su relación con la música había sido la misma que la de cualquier habitante de San Gabriel: música a todas horas, que los vecinos hacían por el simple placer de tocar, sin mayores conocimientos ni afanes que procurarse solaz y alegría. Pero al parecer el destino inexorable de Blas Galindo era la música, pues casualmente durante el primer año que cursa se forma en la escuela el coro de niños de San Gabriel. Sucede que llegó al pueblo un hombre que sería fundamental en la vocación y la carrera de Galindo: el maestro Antonio Velasco Cuevas.

Blas Galindo

Blas Galindo, segundo de izquierda a derecha, en el Coro de San Gabriel.

Este personaje, tan humilde como singular, solicitó permiso al cura para integrar el coro infantil, tan necesario “en toda comunidad que se respete”. Después del consentimiento eclesiástico, se dio a la tarea de escuchar a todos y cada uno de los niños. Con el auxilio de un armonio, les pedía a los prospectos que imitaran sonidos, que solfearan y que repitieran las notas que él tocaba. Cuando quedó integrado el coro, el cura autorizó la compra de 50 métodos de música, de un sistema que por aquella época pasó por las manos de todos los estudiosos con aspiraciones musicales: el método de Hilarión Eslava.

Pero como buen maestro que era, Antonio Velasco Cuevas no dejó que los niños entonaran canción alguna hasta que se las entendieran con el solfeo. Ya con el conocimiento del valor de las notas, les arregló canciones a dos voces primero y a tres después, y al rato los niños ya ponían misas y cantos para la iglesia. Sin embargo, no se terminaba ahí la educación del maestro, pues en los alumnos que descubría aptitudes —o definitivamente talento, como en el caso de Blas— les enseñaba con precisión y sutileza las propiedades estéticas de la música. “Fíjate cómo en esta parte el tono sube, y significa esto. Y ahora fíjate cómo en esta otra parte el tono baja, lo cual significa que…”, le decía el maestro al futuro autor de Sones de Mariachi. Y el niño encontró en esos intervalos no sólo el camino más corto a la comprensión de la melodía y la armonía, sino el asentamiento de su vocación y la simpatía por la belleza.