Reedición conmemorativa
Eve Gil
La noche de Ángeles, de Ignacio Solares, no es una novela más sobre la Revolución Mexicana. Tampoco es una novela histórica, digamos, “tradicional”. Es una insólita mezcla de novela histórica, psicológica e intimista.
El Felipe Ángeles de Solares posee la curiosa virtud de ser, a un tiempo, casi un asceta, muy cercano a la santidad, pero sin resultar inverosímil, acaso un poco excesivo por momentos y, no obstante, siempre humano.
Santos revolucionarios
Algo por el estilo podría decirse de Francisco I. Madero, por quien Felipe Ángeles Ramírez (1868-1919) experimenta una devoción que hace de Madero una personificación del movimiento revolucionario, y de este, una cruzada casi religiosa, pero en el caso de Madero, de quien se cuenta con mucho más material para abordarlo, literariamente hablando, todo parece indicar que, tal como lo recrea Solares, era una personalidad más cercana a Gandhi que al Che Guevara, aunque los niveles de idealismo sean sucedáneas en cuanto a intensidad.
Madero, como el líder hindú, aspiraba a una revolución sin muertos —o con la mínima cantidad de bajas posible—, cosa que, a través de sus diálogos con Ángeles, que contribuyen a explicar su personalidad y su psique, bordean el foso de lo descabellado… sin caer en él.
Cientos de historiadores, que se limitan a registrar hechos o estadísticas sin atreverse a especular respecto a los motivos que orillan a los personajes a tomar tal o cual decisión, solo han aludido a la debilidad del entonces presidente de México.
Los conversatorios entre los santos revolucionarios —Ángeles y Madero— son más explícitos que una sesión de diván; puede llegar a resultar desesperante que dos hombres casi divinos —y sin el “casi”— expongan, con sus mejores intenciones, liberar al país del yugo de seres por completo apartados de la espiritualidad, aferrados al ego y a lo material, que Madero, muy específicamente, confíe ciegamente en alguien de la calaña de Victoriano Huerta, al grado de sembrar en el prudentísimo Ángeles la —¿descabellada?— sospecha de que Madero aspira más al martirio que a la emancipación de su pueblo.
Manto de la noche
Narrada en segunda y tercera personas, estrategia por demás acertada, el lector podrá exasperarse con las no tan sensatas actitudes de estos hombres —aunque cada uno es perfectamente claro al exponer sus motivos— pero al mismo tiempo se deja envolver por ese lenguaje poético, nunca impostado, con que dos héroes patrios hacen lo posible por ganarse el cielo más que la Revolución.
Tras cumplirse el inevitable destino de Madero, Ángeles, que si bien ha compartido prisión con el presidente y el vicepresidente capturados por los esbirros de Huerta, y ha hecho patente su adhesión incondicional a la confusa causa de ambos, no corre su misma suerte. Es exiliado junto con su esposa e hijos a Francia donde se siente un poco muerto ante lo que pareciera la inminencia de su causa perdida, un cúmulo de sueños en esquirlas y una frustración donde la resignación no tiene cabida, y es cuando la noche parece haberlo cubierto como un manto de la cabeza a los pies, que recibe una inesperada visita desde México que le propone ponerse al servicio de quien se ha propuesta derrocar a Huerta: Venustiano Carranza.
Obregón, “un actor”
Ángeles no lo piensa dos veces para dejar a su familia con muy poco dinero y cruzar de vuelta los mares, y todo para servir a un norteño trémulo de soberbia a quien solo le importa ocupar la silla presidencial y, para colmo, no vacila en hacer patente su desdén por Madero.
La antipatía entre Ángeles y el nuevo libertador prende como chispa desde el primer intercambio de palabras, no obstante la genuina humildad de Ángeles. Y el cuento se repite cuando conoce al altanero sonorense Álvaro Obregón de quien piensa “no es un revolucionario: es un actor”.
No pasará mucho tiempo antes que Ángeles —cuyas sugerencias son desechadas sin más pese a su enorme experiencia como estratega— solicite ser relegado a la fracción popular del movimiento, es decir, junto a Pancho Villa, a quien bien conoce.
Pancho Villa pasa a convertirse en el tercer personaje complejo de la trama. Posiblemente más aún que Madero o el propio Ángeles. Me atrevería a afirmar que es la novela mexicana que recrea al Villa más verosímil, mucho más allá de ponerlo del lado de buenos o malos. El Villa de Solares es aún más carnal y auténtico que el propio Ángeles. Oscila admirablemente entre la sociopatía y una bondad no muy diferente a la de los otros dos personajes clave.
El Villa de Solares llora con inaudita facilidad, sin molestarse en esconder sus lágrimas de macho, y cuida de Ángeles como la más devota monja durante una convalecencia del militar degradado a bandido. Villa comparte el idealismo ingenuo de Ángeles y de Madero —a quien igual venera como a un santo— pero a diferencia de estos últimos, sufre un proceso que lo lleva a perder esa ingenuidad que, de cualquier manera, no le ha impedido fusilar o masacrar… y en aquí donde encuentro el punto más precioso de la recreación de este polifacético personaje.
Esta edición de La noche de Ángeles es una reedición conmemorativa del 25 aniversario de su primera edición, como parte del Premio Diana Novedades 1989. No se especifica si es una versión exactamente igual; si el autor optó por eliminar párrafos o hacer correcciones, pero ¡qué importa!: estamos ante una obra apasionante, que apela a nuestros sentimientos más sublimes y nos deja cierto regusto de tristeza ante la evidencia de que, tal como sospechábamos, se trató de una revolución cuyo triunfo resulta harto cuestionable… una revolución casi ficticia o sin el “casi”… y es el origen de los males que actualmente nos acorralan.
Ignacio Solares, La noche de Ángeles, México, Tusquets, 2016.