Las Fuerzas Armadas pagan los costos de tener una policía inepta y corrupta. Esa es la razón por la cual siguen en las calles, fuera de sus cuarteles, persiguiendo pillos. Y cuando los atrapan o los matan, aparecen las ONG para defender a los narcotraficantes y acusar a los militares de ser asesinos.

Esa es la realidad que hoy enfrentan el Ejército y la Armada. Ambas instituciones sufren hoy un grave desgaste en su imagen y cohesión interna por haber sido enviados, desde hace diez años, a enfrentar narcotraficantes sin un marco jurídico que los proteja.

El llamado enérgico que hizo el secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, para que el Congreso apruebe de una vez por todas una Ley de Seguridad Interior no fue —como algunos quisieron leer— un golpe de mano al presidente de la república. Se trató de una declaración que deja ver lo que muchos legisladores y partidos políticos no han sido capaces de advertir: la urgencia de llenar un vacío legal cuyas consecuencias no solo están pagando las fuerzas armadas sino el Estado mexicano en su conjunto.

Directora de la revista Siempre!Cienfuegos, después de la polémica que desataron sus palabras —“Nuestros soldados ya la están pensando si le entran a seguir enfrentando a estos grupos con el riesgo de ser procesados por delitos que tengan que ver con derechos humanos, o mejor les conviene más que los procesemos por no obedecer”—, logró lo que parecía imposible, que los legisladores tomaran la decisión de debatir la ley y aprobarla lo antes posible.

La razón de ese vacío, que ha puesto a los militares a vivir en la “olla de la infierno”, es la ignorancia y la campaña propagandística desplegada por los grupos más radicales de izquierda para hacer creer que una Ley de Seguridad Interior tendría como principal objetivo militarizar el país para reprimir la protesta social y política.

Los legisladores de todos los partidos se han dejado amedrentar por tesis y arengas que responden a oscuros intereses —externos e internos— que buscan debilitar los ejércitos nacionales para que la anarquía y la ilegalidad llene esos vacíos.

Aunque parezca baladí, el primer gran reto que enfrentan las Fuerzas Armadas y el Congreso es de tipo pedagógico. Necesitan explicar a una sociedad que no ha estado en guerra, carente de una cultura de seguridad interior y nacional, víctima de una campaña perversa, qué contenidos debe tener esa ley. Para qué debe servir, a quiénes debe regular, a quién o quiénes se les debe aplicar, a quién o a quiénes debe proteger.

Efectivamente, las Fuerzas Armadas no están, ni estudiaron para perseguir delincuentes. Están hechas proteger la integridad del territorio nacional y la soberanía del país. Si, como dijo el secretario de la Defensa, quieren involucrar la institución en la lucha contra el crimen organizado, entonces que la ley determine las circunstancias y el tipo de acciones que debe poner en operación: destacamentos de seguridad, patrullajes, reconocimientos, puestos de vigilancia, ayuda a la población civil…

Hasta hoy, las órdenes que la autoridad civil da a la autoridad militar es totalmente arbitraria: “Vaya usted, general, a Michoacán a ver qué puede hacer para acabar con los cárteles”.

La “guerra” que declaró Felipe Calderón al crimen organizado, hace diez años, nació muerta y sigue bajo tierra. Hasta hoy no existe una estrategia que incorpore todos los elementos, todos los ángulos y ámbitos desde los cuales debe enfrentarse el poder de la delincuencia.

Para muestra un botón: si usted, querido lector, sobrevuela la sierra de Iguala, Guerrero, entenderá rápidamente por qué la región es, después de Afganistán, el primer productor de amapola.

La aridez y abandono del campo, la pobreza infinita, la marginación y aislamiento de las comunidades, la sobrevivencia de sus habitantes explica de manera contundente por qué los campesinos viven de extraer goma de opio y por qué sus hijos, miles de jóvenes, se convierten en sicarios a las órdenes de las mafias.

La realidad es muy distinta a la que gritan los inquisidores del Ejército. El activismo de las ONG quiere hacer creer que los soldados están en las calles porque están ansiosos de matar y reprimir, cuando el grito desesperado de los militares es que los devuelvan a sus cuarteles. “Yo soy el primero en levantar, no una sino las dos manos —dijo Cienfuegos—  para que regresemos a nuestras tareas constitucionales”.

Y dijo algo más: “Si realizamos las tareas de seguridad fue porque las policías debían profesionalizarse, pero los gobiernos estatales han fallado en la tarea”.

El Congreso mexicano tiene ahora la palabra. Dejar en la soledad y en vulnerabilidad jurídica a las fuerzas armadas puede significar el futuro desmembramiento de la única institución que ha defendido, hasta hoy, la integridad de la nación.

@pagesbeatriz