Blas Galindo (1910-1993) Segunda de tres partes

Eusebio Ruvalcaba

La vida de Blas Galindo transcurre en esos tiempos entre la música, la escuela primaria y las maldades. Todos los días madrugaba para estudiar el piano en el curato, que era el único lugar donde había ese instrumento; ya con una buena dosis de música en las venas, a las ocho de la mañana iniciaba sus clases cotidianas de aritmética, historia y geografía; de la una a las dos de la tarde practicaba en el coro; a las tres regresaba a sus clases, ahora de civismo y geometría, y de cinco a seis salía a jugar canicas con huesitos de tepalcojote. Allí, en una placita de San Gabriel, le enseñaba a su amigo Juan Rulfo —varios años menor que Blas— los trucos para que no se lo durmieran tan fácilmente y perdiera huesito tras huesito. Y a las seis pasaditas ya estaba en las puertas del billar, esperando que le dieran permiso para hacerse chiquito y entrar pegado a las paredes; porque él no iba a jugar sino a pedalear la pianola. Allí se estaba las horas, deleitándose con los foxtrots que brotaban del instrumento como por arte de magia.

Por las noches, era el último en llegar a su casa. A las seis de la tarde toda la familia había conciliado el sueño; salvo doña Adriana, que aguardaba despierta a su hijo, liando sus propios cigarros, que ella confeccionaba con el tabaco —suave, mediano o fuerte, según se le antojara— que su marido cultivaba. Blas entraba y aspiraba el humo mientras en su cerebro cuajaban imágenes de un futuro no muy lejano, y en el que las mujeres empezaban a ocupar un sitio predominante.

Como todo niño con imaginación y talento, a los 11 años la pasión de la mujer se le había atravesado entre ceja y ceja. De allí en adelante visitaría a sus amores —desde la jovencita indemne hasta la solterona beata— a la una de la mañana, cuando San Gabriel era poco menos que una boca de lobo. Pobre de él cuando su madre lo descubría entrando silenciosamente a las tres de la mañana, porque tremenda cuchara de palo le reventaba en la cabeza y habrán sido muchas veces porque en San Gabriel abundaban las muchachas bonitas, de ojos negros y trenzas hasta la cintura.

Blas GalindoHacia sus 13 años, Blas Galindo se marchó a la Revolución; pero no porque lo animara precisamente un incentivo de justicia social —motivo que lo impulsaría, más tarde, a querer aprender leyes—, sino por despecho de una novia que se le casó más pronto de lo que esperaba.

Permanece en el frente hasta que se aburre, se da media vuelta y se regresa a su pueblo. Entra entonces como organista del curato. Pero ojo, que su tarea consistía en improvisar todos los días; y así, sin más maestro que su intuición, compone música efímera, pero que invariablemente arrancaba la aprobación de cura y fieles; y tanta música como la exigían los servicios religiosos. Más tarde, con su amigo Bonifacio Figueroa como administrador, organiza la banda de San Gabriel. Todo partió de una iniciativa, de un deseo tan audaz como improbable de realización; nunca había habido una banda en San Gabriel, nadie conocía la técnica de los instrumentos, ni bien a bien cuáles eran. Pero en fin, ganas había, y muchas. Así que los dos jóvenes consiguieron apoyo del curato y de la presidencia municipal, y pronto marchó una delegación a Guadalajara con la consigna de adquirir los mejores instrumentos, costaren lo que costasen. Tal cual lo hacen y de vuelta en San Gabriel toda la población mira desde temprano la vereda, por donde tarde o temprano aparecerán los carromatos cargados de clarinetes, tubas, trompetas…

Pasan los días y en el momento menos esperado una caravana se avista a lo lejos. ¿Es aquí donde esperan estos instrumentos?, pregunta el guía. “¡Sí señor!”, responde Blas Galindo. Y de la noche a la mañana, San Gabriel cuenta ya con su banda. Un poco de estudio y mucho de sentido común e intuición dan como resultado una banda perdida en el confín de Jalisco, pero que suena tan bien como la que más.

A sus 21 años, ya siendo figura en San Gabriel, fundador del coro femenino y del coro infantil, además de hombre enamorado y versátil, y por añadidura buen conversador, honrado y amiguero, tanto para huir de un conato de matrimonio como para hacer la carrera de leyes, Blas Galindo le regala a su hermana una maleta con todos sus recuerdos de tantos y tan ricos amores —donde había desde recaditos hasta listones—, con la instrucción de que la destruya el mismo día de su partida.

Se dirige, de una vez y para siempre, y con 33 pesos en la bolsa, a la Ciudad de México. La niñez, la juventud, no se extraviarían en el limbo de los sueños, sino quedarían impresas en la música que luego de su primera obra irá creando sistemática y disciplinadamente.

@eusebioruval