La “guerra” de Calderón
Mireille Roccatti
Este mes de diciembre se cumplieron diez años de que empezó una de las más ignominiosas medidas tomadas por un presidente de la república, cuando comenzó la denominada “guerra” contra el narcotráfico. Se han escrito ríos de tinta justificando que fue así porque la situación lo exigía debido al clima de violencia e inseguridad que en esos momentos prevalecía en Michoacán, lugar de origen del entonces titular del Ejecutivo federal.
Algunos afirman que debido a la falta de legitimidad con que arribó al poder, dado que gano la elección con un escasísimo margen de votos, a lo que siguió un tenso periodo poselectoral y una accidentada toma de posesión, por lo cual decidió realizar un acto de “valentía” para legitimarse. Otros sostienen que solo podía gobernar sentado sobre las bayonetas del ejército y aún hay quienes dicen que fue resultado de una mera ocurrencia. Lo que haya sido poco importa y con el tiempo ira decantándose lo que realmente generó tan demencial decisión.
Lo que hoy debe valorarse y evaluarse con seriedad son los resultados. Se estiman un total de 175 mil muertos, 30 mil desaparecidos, 40 mil huérfanos y 400 mil desplazados. La violencia lejos de disminuir creció y se expandió. El trasiego de drogas aumentó, tanto de cocaína como de drogas sintéticas. Continuó la siembra de mariguana y amapola. Las bandas criminales se multiplicaron con el descabezamiento de algunos capos; algunos muertos y otros encarcelados. La parte financiera y de cuello blanco del negocio —con algunos logros— permanecen intocados.
La decisión de involucrar masivamente al ejército en sustitución de la policía demostró estar equivocada y en los últimos días testimoniamos algo impensado: que el general secretario afirmara en público lo que sus antecesores confiaban en privado, su disgusto de realizar actividades de policía, por disciplina para con el jefe de las fuerzas armadas. Esto es, al presidente de la república.
Por honestidad intelectual y apego a la verdad, hay también que decir que tampoco era la primera vez que el ejército era utilizado en esas tareas, baste recordar la década de los años setenta cuando encabezó la operación Cóndor y sus acciones para erradicar la siembra de mariguana y amapola en Guerrero, Michoacán y en el denominado triángulo de oro: Sinaloa, Durango y Chihuahua.
En su momento, lo dije. Hoy me duele decirlo y puede resultar soberbio. Afirmé y está publicado que, además de erróneo como política pública, resultaba anticonstitucional asignarle esta ingrata tarea. Que no le correspondía, que la argumentación con que se intentaba justificarla legalmente era falaz. Y sobre todo, afirmé y lo reitero ahora: el Ejercito es una institución de la republica que debemos cuidar y preservar.
Lo anterior quedó consignado en infinidad de artículos y conferencias y lo dije en su momento al presidente en turno. Hacerlo ahora y cargar las tintas a destiempo no habla bien de los críticos de ocasión, que lo hacen a toro pasado. También es cierto que expresé que resultaba entendible que ante la corrupción que permeaba todas las policías sin excepción, solo nuestras fuerzas armadas podrían enfrentar la ola criminal, pero que tendría que ser temporal, en coadyuvancia con las instituciones civiles, y que se requería construir un marco jurídico. Y agregaba también que además se corría el peligro de que algunos malos elementos castrenses traicionaran y se corrompieran.
Hoy. diez años después y un baño de sangre que abarcó toda la geografía nacional, pareciera un regreso al punto de no retorno. El ejército sigue en las calles, la violencia no disminuye, no tenemos un marco jurídico constitucional. Por ello seguiré insistiendo en que debemos construir una hoja de ruta para que regresen nuestras fuerzas armadas a sus cuarteles y que no pueden ni deben regresar derrotadas.


