En la cárcel el dinero escasea. Una moneda de cinco pesos multiplica cuatro veces su valor. Como institución, este lugar que pretende readaptar socialmente a las ovejas descarriadas no ofrece nada: ni uniformes, ni insumos para los talleres, ni siquiera comida. Cada quien se rasca con sus propias uñas.

Buena parte de los reos depende del dinero que les llevan sus familiares, ellos son los “panqués”, otros tienen que generar, o sea trabajar para subsistir, ya sea haciendo mandados a los reclusos adinerados, sirviendo de “oreja” de los custodios o de otros internos, lavando ropa, haciendo quehaceres. Los “patrañosos”, en lo más bajo de la escala social carcelaria, generalmente drogadictos, ponen a la venta para felaciones a sus hermanas, madres, esposas o hijas para pagar sus deudas de droga al interior.

El desprecio y la indiferencia forman parte de la condena. Atrás de esos muros, levantados para contener a los presuntos delincuentes, se desarrolla una vida con sus propias reglas, su propia escala social, que nada tiene que ver con las reglas institucionales.

Están los “panques”, los “monstruos”, los “padrinos”, todos bien de nidos en una escala social más estricta que la de la nobleza europea sobreviviente. Aquí, en la cárcel, no hay hadas madrinas y si las hubiera pedirían algo a cambio.

La actual situación que rige en los penales, lejos de promover la reinserción social, fomenta la criminalidad, tanto en presidio como una vez que los internos alcanzan la libertad, donde tejen y fortalecen los vínculos entre pandillas. La cárcel no sólo es la “universidad del crimen”, es su bolsa de trabajo.

Las autoridades penitenciarias están al tanto de lo que ocurre detrás de esos muros de siete metros de altura y edificaciones en forma de peine. Pero no quieren o no pueden solucionarlo, mientras tanto, optan por ocultar lo más posible lo que sucede en su interior y buscan el beneficio económico a través de la corrupción.

Existen tres tipos de poder en los centros penitenciarios de la Ciudad de México: el institucional y legal (a través de las normas, reglamentos y leyes); el creado e impuesto por el personal de seguridad y custodia hacia los internos; y el creado entre los propios internos.

La vía institucional, encargada de garantizar el respeto a los derechos sexuales y reproductivos de los reclusos es insuficiente e ineficaz, por lo que los otros dos poderes fácticos, a través de la corrupción, se encargan de garantizar los mecanismos para que los internos tengan acceso a una vida sexual activa.

Sin embargo, de esta manera tan sólo aquellos capaces de pagar los servicios necesarios pueden contar con tales derechos, pues al depender de la corrupción, únicamente los internos con cierto poder adquisitivo tienen acceso a lo que, además, recae en una especie de discriminación.

Esta situación atrae consigo otros delitos: violaciones, felaciones o sexo sin las medidas de salud adecuadas para evitar el contagio de enfermedades de transmisión sexual.

Bienvenidos a Las cabañas resort

La cárcel representa, más allá de la pérdida de la libertad, uno de los peores temores del hombre: el de ser olvidado. “Estamos muertos”, así describe Jaime su vida en la cárcel. “Es como asistir a tu propio sepelio. Primero vienen todos a darte el pésame, familiares, amigos, hasta vecinos. Después, como a los muertos, poco a poco les dejan de llevar  ores. Las visitas empiezan a desaparecer, a tener cada vez más compromisos”.

Jaime es un ex agente federal, vio por última vez a su esposa un día de visita hace tres años, ha purgado cinco. Hace un año que su ex mujer ya ni siquiera le comunica a su hija, de siete años, por teléfono.

Jaime viste una playera que de nueva pudo haber sido color beige, pero hoy se mira ya grisácea, con un sinfín de hoyos y remiendos, como si antes de estar en el Reclusorio Preventivo Oriente de la Ciudad de México hubiera pasado por una balacera. Los pantalones son de color café, encuentran la combinación en lo agujereado.

Jaime tortura nerviosamente una servilleta que poco a poco cede para convertirse en basura. Habla con alguien que a veces me parece que no soy yo, como si todo lo que tiene que decir se lo dijera a sí mismo y yo sólo fuera una excusa interlocutora.

“Al principio vienen todos. Todos te dicen que lo que se te ofrezca… Hoy sólo me visita mi madre, pero con sus ochenta y siete años encima, cada vez viene menos. Hace dos meses que no la veo. Mejor, sólo viene a sufrir”, concluye Jaime.

Un nuevo interno interrumpe y se muestra curioso por la visita que no va a buscar a nadie en particular, llega hosco, gira una silla para usarla como si fuera de montar y hace su propia presentación: “Sólo los culpables y los pendejos están aquí. A mí me trajeron por secuestro, robo, tentativa de homicidio y de otras muchas que no me pudieron comprobar, pero de pendejo nada”, concluye al tiempo que con un ademán ordena al mesero que se lleve los platos de unicel y a los otros tres internos que lo acompañen a sentarse.

 

>Fragmento del libro “Sexo en las cárceles de la Ciudad de México”, de Gabriela Gutiérrez M (Producciones El Salario del Miedo, UANL, 2016). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.