Juan Antonio Rosado

Se ha repetido mucho que las traducciones literales, “palabra por palabra” son pésimas y denotan la inmensa mediocridad del traductor, o por lo menos su profunda ignorancia sobre la lengua a la que traduce (y no de la que traduce). El sueño dorado de muchos traductores, su ilusión máxima es dominar la lengua de la que traducen. Si la lengua a la que traducirán es el español, su ilusión es dominar la lengua extranjera que convertirán en español, sin considerar esta última; quieren domar, por ejemplo, el inglés, francés, alemán o italiano, para referirme a las más comunes, pero podría ser cualquier otra. El problema de México en este sentido es que nunca se ha tomado en serio el arte de traducir. La gran mayoría de los traductores conocen muy bien la lengua extranjera de la que traducen, pero ¿basta aquello? Por supuesto que no. Un traductor debe conocer mucho más la lengua a la que traduce (en este caso, el español) por la sencilla razón de que el público destinatario, la gente que lo leerá será hispanohablante. De repente me he topado con pésimas traducciones del alemán o del francés, y sé que son pésimas porque adivino muy bien la estructura gramatical extranjera vertida literalmente a nuestro idioma, como si al español se le estuviera poniendo un corsé. El resultado es desastroso, y sólo me refiero al nivel estructural, gramatical. Ya si hablamos del nivel léxico, es deplorable encontrarse con palabras que en una lengua tienen distintos significados de acuerdo con el contexto, pero el traductor optó por el menos adecuado o de plano tradujo esa palabra por una parecida sólo porque suena igual (lo que se conoce como falsos cognados o “falsos amigos”).

Los casos anteriores son graves, ciertamente, pero hay otros no tan graves que, sin embargo, lejos de favorecer la prosa o el verso de un autor extranjero, justo por el desconocimiento de la lengua española por parte del traductor, lo arruinan. Si en inglés, por ejemplo, se usa mucho el adverbio terminado en “-ly”, el traductor al español no tiene por qué traducir cada “-ly” a un adverbio terminado en “-mente”, puesto que la riqueza del español nos otorga otras posibilidades para denotar circunstante de modo e incluso puede recurrirse al complemento predicativo que, en lo personal, es una forma que me agrada mucho, sobre todo porque, como dijo una vez Jorge Luis Borges, uno de los defectos del español es la gran cantidad de palabras terminadas en “-nte”. ¿Por qué no evitar tantos adverbios en “-mente” si se tiene la posibilidad, aun cuando el autor en inglés haya puesto muchos adverbios en “-ly”? El traductor debe conservar el espíritu del texto, sin falsearlo; debe traducir el sentido y no las estructuras gramaticales; debe buscar la palabra o expresión exactas en nuestra lengua, que den un sentido aproximado o igual al de la lengua extranjera; y cuando no ocurra así, debe recurrir a la nota a pie para explicar ese sentido o algún juego de palabras intraducible. Octavio Paz define la traducción como una “función especializada de la literatura” y afirma: “El ideal de la traducción poética, según alguna vez lo definió Valéry de manera insuperable, consiste en producir con medios diferentes efectos análogos”. En una buena traducción, el contexto, la emoción y el sentido pueden ser análogos a los del original, aunque se pierda la materia verbal. El desconocimiento de la lengua española, a pesar del gran conocimiento de la lengua de la que se traduce, constituye la verdadera traición del traductor: traición al ámbito y a la misma tradición cultural a la que se dirige y, por tanto, al público lector.