Músico Ricardo Castro (1864-1907) (Tercera y última parte)

Eusebio Ruvalcaba

Sin embargo, hay quien le increpa a Ricardo Castro estar abandonando el concertismo. En realidad se había atado de compromisos. Sin contar con la Sociedad Filarmónica, en el Conservatorio era maestro de Composición y de Pedagogía, dos materias que mucho le exigían, y a él en lo personal poco o nada le dejaban. Él mismo se percata de que, efectivamente, ha dejado de lado las grandes empresas musicales. Hace mucho que no se presenta como solista, y no tiene para cuándo hacerlo. De algo tiene que vivir, y sólo sus clases le permiten solventar los apremios económicos. Está encerrado en un círculo vicioso. Entonces surge la figura de don Rafael Reyes Spíndola, hombre de generosidad y comprensión sin límites. Coincide en una reunión con Ricardo Castro, y de pronto la escasez de recursos del pianista se convierte en tema de conversación. “¿Si usted se dedicara un año a preparar, digamos, tres conciertos, ganando lo que gana como maestro, dejaría el Conservatorio?”, le pregunta don Rafael. Ricardo, que no es hombre dado a precipitarse en sus respuestas, contesta pausadamente: “Por supuesto”.

El trato queda hecho. Don Rafael Reyes Spíndola hizo público el ofrecimiento: Ricardo Castro renunciaría al Conservatorio, y luego de un año daría tres conciertos. En cambio, recibiría seis mil pesos, sueldo que habría devengado en un año de maestro.

La expectativa fue total y el lleno completo. Los días 27 de junio, y 4 y 11 de julio de 1902 se llevarían a cabo los conciertos. La última fue, quizá, la más emocionante en la vida del pianista. En primer término estrenó su Vals Capricho para piano y orquesta, que se constituyó en la obra que le dio prestigio universal, y, en segundo lugar, el poeta Amado Nervo leyó una carta de Justo Sierra, que decía: “Querido maestro: El señor Presidente de la República, que tiene en alta estima los méritos de usted y su exquisito talento musical, me autoriza para hacerle saber su deseo de que vaya usted a Europa por cuenta de la nación, para coronar sus estudios trabajando con los mejores maestros en el arte que usted con tanta modestia como distinción, cultiva. Yo añado a la cordial satisfacción de anunciarle esta buena nueva, mis aplausos por su triunfo y mis votos por su gloria. Su amigo y admirador, Justo Sierra”.

Luego de una amplia gira por el interior de la República, pues el acontecimiento tuvo resonancia nacional, Ricardo Castro partió para Europa. Llevaba en su maleta el laurel de oro que le había sido regalado en Durango, su Vals Capricho y mucho papel pautado. Su dandysmo y savoir faire, fue bien visto en los mejores círculos de París. Causaba sensación aquel “muchacho mexicano callado, talentoso y naturalmente triste”, cuando pergeñaba fantasías al piano o resolvía pasajes de escollos mayúsculos. Casi cuatro años dura su permanencia en Europa. Ha aprovechado bien el tiempo, estudiando a conciencia, componiendo y dando a conocer su música. Su fina educación le permitió alternar con personalidades de la época; su talento innato, obtener éxitos en Francia y Bélgica, incluso música suya le fue editada en aquel país y en Alemania.

Retorna a su patria, y después de un breve interinato es nombrado director del Conservatorio. Su cabeza rebosa de ideas. No es un hombre ingrato, y está dispuesto a poner en práctica las enseñanzas que adquirió en el Viejo Continente. Y lo habría hecho si hubiera vivido.

Cierta noche se siente especialmente animado. Ha estudiado un buen tiempo en su inseparable Steinway de media cola, y decide retomar aquellas caminatas nocturnas. Le dice a su madre que no tardará. Aquella noche sopla un viento helado, pero él sale tan de prisa que olvida ponerse el abrigo. Bah, se dice, ahora mismo regreso. Sin embargo, camina y camina. Y los minutos se prolongan cuando menos un par de horas. Al día siguiente se le declara una pulmonía fulminante, que en menos de dos días taladra sus pulmones hasta dejarlos hechos polvo. El 28 de noviembre de 1907, Ricardo Castro fallece. Fue enterrado en el Panteón Francés, y Justo Sierra, su admirador preclaro, condujo la ceremonia luctuosa.