Ricardo Castro (1864-1907) (Segunda de tres partes)

Eusebio Ruvalcaba

Regresa a México y se ha corrido la voz del resultado feliz de su gira. Los alumnos —las alumnas— lo solicitan y de la noche a la mañana se le considera el maestro mejor pagado. Mas él no se duerme sobre sus laureles. Estudia y compone sin cesar; aprovecha la popularidad y se deja mimar por una sociedad que ve en él cualidades peculiares. Y se habla de él. Por un lado se dice que visita con demasiada frecuencia casas en las que el amor es pródigo y fecundo; pero a la vez con Gustavo E. Campa, Felipe Villanueva y Carlos E. Acevedo funda el Instituto Musical, que en su momento hiciera las veces de competencia radical del propio Conservatorio. Una de las preocupaciones fundamentales del Instituto era fomentar el gusto por la música mexicana, que aunque aún carecía de tintes realmente nacionalistas atisbaba ya hacia un lenguaje más genuino. En una época en que las obras presumían de un título en francés, Ricardo Castro, con sus Aires Nacionales Mexicanos, ya había dado el salto hacia un incipiente nacionalismo.

Amante de la música de cámara, pues afirmaba que en ella se encontraba reunida y resuelta la más vasta complejidad musical, Castro, en busca de obras nuevas, solía perderse entre los alteros de partituras que venían a México —pasaba por alto la italiana, por la fobia hacia lo italiano que los acometió a él y a sus compañeros de generación. Música que el público mexicano no hubiese escuchado nunca; o cuando menos inusualmente. Este afán lo condujo, en 1895, a la fundación de la Sociedad Filarmónica Mexicana.

PianoNo es difícil imaginarlo: a los 31 años es tan alto como enjuto, su alma está plena de vigor; el rostro, subrayado por un poblado bigote, es tan afilado como el de una aparición; no lo ha abandonado su palidez, que a veces se torna transparencia. Es director de la Sociedad Filarmónica Mexicana. Su dominio de la música sobrepasa en mucho la excelencia; con agudeza y precisión sabe disertar sobre música y letras, encanta a sus oyentes lo mismo tocando que narrando anécdotas y biografías, y de su pluma surgen piezas enfebrecidas de romanticismo. Es, además, un noctívago. A altas horas de la noche emprende largas caminatas. Suspende recios estudios para salir a deambular; se pierde en las sombras y regresa a casa para reiniciar el diálogo con el piano. Su interlocutor.

Su Sociedad arrasa. Tiene un éxito enorme. En parte porque llenaba un hueco en el ámbito de la música de cámara, y en parte por ser su director quien es. En una temporada —memorable en la época— que la Sociedad programó en la Escuela Nacional Preparatoria, estrenó obras que, algunas de ellas, con el tiempo se convertirían en preferidas del público de conciertos: Trío de Hiller; Les Nouvelletes de Glazounov; el Quinteto de Schumann; el cuarteto De mi vida de Smetana; La Trucha de Schubert y el Trío de Chaikovski.

Y los conciertos se sucedieron. En 1896 se inaugura la sala de conciertos de la Casa Wagner. Para tal evento, los empresarios decidieron presentar al pianista en boga: Ricardo Castro. Él hubiera podido acaparar la noche para sí solo, echándose en el bolsillo todo el éxito; pero prefirió que los miembros de su Sociedad interpretaran un concierto más: había que hacerle entender al público que la música de cámara estaba ahí, que tríos, cuartetos, quintetos y sextetos encerraban tanta o más belleza —y elevación espiritual— que el resto de la música. Y tan tuvo eco su cometido, que de pronto proliferaron los cuartetos de ejecutantes entusiastas.