Luis Álvaro Silva dirige la pastorela La noche más venturosa

Gonzalo Valdés Medellín

En estos tiempos revueltos y convulsos, la época navideña marca una pausa muy necesaria y esperada. El ying y el yang, lo negro y lo blanco, la luz y la oscuridad parecen fusionarse en un solo impulso: el de la fe, que en el caso de los tiempos navideños se vuelve festejo. Un festejo que va de la intimidad de los hogares a la misma calle, a la ciudad entera. Y en el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México se cumplen como antaño, como muchas décadas atrás, los ritos y atmósferas festivas, que aún se engarzan a la tradición, pero también descubren los fascinantes mega performances que la posmodernidad al uso, que la tecnología, pone al alcance de quienes velan por el orden y el progreso de la ciudad y, también, del ciudadano que recorre las calles, entre el frío, los adornos luminotécnicos y un urbanismo en constante movimiento que pavimenta, remoza, rehace y hasta revive las calles de siempre, las avenidas de toda la vida, las banquetas que se han recorrido millones de veces… El Centro Histórico antes empezaba la fiesta invernal en la Alameda Central, en la que se aposentaban las ferias, los carritos con los Reyes Magos pa’ la foto del recuerdo, los Santa Closes, y hasta las pastorelas que la Delegación Cuauhtémoc subía a sendos templetes pa’ que el público las gozara de manera gratuita. Ya eso se acabó, por desgracia, porque se armaba una atmósfera de real verbena popular, donde ricos, pobres y todos recorrían los parajes de la Alameda comiendo plátanos asados con su chorreada leche dulce, tomaban sus ponches con harto piloncillo, jamaica y canela, se recetaban sus tamales con champurrado… y pasaban sus buenas horas en familia gozando de lo lindo de un espíritu navideño que, anticipándose, curaba del estrés, de las presiones de la vida cotidiana, de los sinsabores de la existencia… o al menos los alejaba un ratito.

Navidad CDMX

Pero hoy aquella Alameda decembrina ha desaparecido, quedando una adusta y muy formal, donde la gente se sigue paseando pero donde también aquel ánimo festivo es cosa del pasado. Y es en la Plaza de la Solidaridad —donde antes estuvo el grandioso Hotel Regis que se desplomó con el terremoto del 85— que ahora se concentran algunos puestos con mercancías variadas de las que hoy se venden a piratería por minuto: todo tipo de productos. Y también algunos antojitos como elotes, sopes, aguas frescas… Pero es tan pequeña la susodicha Plaza que el caminante habrá de pasar casi de largo, muy rápido porque la oferta de festejo es prácticamente nula desplazada por el mercadeo pedestre y el corredor de la calle Doctor Mora que conduce a un sórdido (por inusitado) recorrido de prostitución masculina.

Hay que cruzar la Alameda entonces y vislumbrar que la gente está, pero como que no está al mismo tiempo, que los adornos con sus luces alumbran sólo los tráficos inmediatos de los transeúntes, pero que ya no hay realmente a qué quedarse en la Alameda que no sea a pescar un resfriado con el gélido clima, porque la verdadera opción está en la pléyade de placitas comerciales y restaurantes trasnacionales (entre los que se avizoran como mundos aparte algunas librerías o el Museo Memoria y Tolerancia) que llenan las calles de esa Avenida Juárez que otrora fuera una delicia recorrer y que irremediablemente desata la nostalgia. Pero no todo está perdido, allá no tan lejos se vislumbra otro ambiente, otro movimiento de gente, otros pasos que caminan como con más agilidad, con más sentido. El Palacio de las Bellas Artes, “La Mole Marmórea”, definida así por el dramaturgo y poeta Xavier Villaurrutia (muerto el 25 de diciembre de 1950), que le sirvió para discurrir en torno al sentido de la vida, la muerte y el arte en su pieza Invitación a la muerte, luce iluminado con esa tecnología bendita de nuestros tiempos que parece hacerlo respirar a cada contraste de colorida luz. Y mirando de frente se yergue la Torre Latinoamericana, y a un costado el Banco de México, y unos pasos más allá el edificio de Correos… Pero vale más cruzar el Eje Central Lázaro Cárdenas entre la turba que se arremolina en la esquina de Avenida Juárez para llegar a la Calle de Madero, ver los inigualables y eternamente hermosos trazos de la Casa de los Azulejos y comprobar que esa calle, ahora peatonal, parece un homenaje a Charles Dickens con sus londinenses atmósferas (según la ilusión que hace verosímil el performance nevado del gobierno de la ciudad) mientras se para uno a las puertas del Templo de San Francisco a ver cómo salen a invitar a los paseantes, los actores de la pastorela La noche más venturosa, la primera pastorela netamente mexicana, escrita por José Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, en los albores del siglo XIX, misma que ha servido como modelo a todas las pastorelas de que se tenga memoria, y que de nueva cuenta dirige Luis Álvaro Silva. Y todos los tipos populares se enfrentan a los ciudadanos de hoy; en tiempo y espacio son sus semejantes, prototipos sociales de idéntica factura humana. La función está por comenzar, es gratuita. La entrada es libre. La cooperación voluntaria. El público atiborra las escaleras del patio del Templo de San Francisco. Salen los inditos, los Santos Reyes, el Diablo mete la cola y los Santos Peregrinos nos recuerdan que ¡llegó la Nochebuena, llegó la Navidad!, y José y María esperan el Nacimiento del Salvador, el Redentor, muy pronto. El frío cala mientras la función al aire libre provoca la necesidad de acompañarse con un ponche calientito y una dosis de buen humor tradicional, navideño y muy mexicano.

La noche más venturosa es la noche en que los siete pecados capitales son puestos sobre la mesa por un Lucifer temerario y ladino que hace caer en la trampa a sus víctimas, hasta que aparece el Arcángel San Miguel y —literalmente— le pone en la torre: “¡Quién como Dios!”, exclama en uno de los momentos más logrados y catárticos del montaje. El público no duda en aplaudir con gran emotividad. Luis Álvaro Silva sabe dirigir con destreza; sus personajes han sido bien delineados y el manejo del espacio, teniendo como única escenografía la fachada del Templo de San Francisco, convocan toda una gama de matices y atmósferas que evocan lo mejor de una temporada que año con año (desde hace 33 ya de este montaje) despierta la ilusión, el amor y la hermandad. Luis Álvaro Silva (Luzbel), Sofía Cárdenas (Gila), José Juan García (Bato), Claudia Frías (Arminda), Pedro de la Garza (Bras-Neutrón y san José), Avrill Rodríguez (Celfa), Mel Bataz (Bartolo), Luis Olvera (Abuela) y Frida Gabriela (Virgen María) componen el elenco de esta tradicional pastorela que se presenta todos los días de diciembre, hasta el ocho de enero de 2017, a las 14 horas.

Noche venturosa —y teatral— en que el público estará alegre, gozoso y lleno de pasión. La pasión del rescate de nuestras tradiciones mexicanas, de nuestra misma dramaturgia popular, y quizá, también, de la fe en un mundo mejor.