Hemos conquistado una deshonrosa medalla de bronce al ocupar el tercer lugar entre los países donde se comenten más crímenes, según los datos proporcionados por Quiroz Cuarón; el ejemplo de Veracruz debiera ser imitado.

Pero ¿qué se creen esos señores empistolados: que pueden matar impunemente a quienes le venga en gana? ¿Imaginan acaso que la ciudadanía no está harta de muertes, de armas, de atropellos? ¿Creen que el hecho de llevar encima un uniforme les otorga el derecho de disponer de la vida de sus semejantes?

Estas preguntas –y muchas otras, ¡aún más iracundas!- sonaban vehementes por la tarde del viernes 22 de noviembre en el crucero urbano formado por las avenidas Sonora y Nuevo León. El sargento segundo de la Dirección de Tránsito José Jaramillo Yáñez acababa de matar salvajemente, con alevosía y ventaja, al estudiante Jesús Bucio. El azar hizo que yo me encontrara ahí.

Doy mi palabra que sólo en los días posteriores a la caída del fascismo -cuando el furor del pueblo italiano se desencadenó contra los tiranos y sus lacayo- me ha sido dado asistir a tanta cólera de parte de la muchedumbre. Este fue el motivo por el que el jueves pasado no salió nada mío en esta revista: vuelto a mi casa con la sangre que me ardía en las venas, escribí unas cuartillas que al día siguiente no juzgué oportuno entregarle a José Pagés Llergo. No olvido que, pese a los dieciséis años de mi estancia en México, sigo siendo -jurídicamente- un extranjero.

Lo que no me impide, por supuesto, reaccionar como cualquier ser humano y proclamar en voz alta: primero, que acciones como la del gorila José Jaramillo Yáñez deshonran no sólo al cuerpo del que formaba parte sino -inmerecidamente- a todo un pueblo; segundo, que hechos de tal género no pasarían tan a menudo si no existiese en este país, amén de la tradicional complicidad de ciertas autoridades, un clima favorable para su desenvolvimiento.

En uno de mis artículos, hablé una vez -y no para darme el gusto de criticar- del mal representado por la violencia mexicana: machismo, pistolerismo, susceptibilidad morbosa, etc. Un señor lector, algo así como cónsul de México en una ciudad de Suiza, se apresuró a enviar al director de esta revista una carta tan furiosa como estulta en la que, invadido por furor xenófobo, me gritaba más o menos. “En vez de ocuparse de lo que pasa en México, ¡piense usted, señor Coccioli, en la delincuencia de su país, que supera con creces a la nuestra!” Se trataba de un documento tan indigno de una persona civilizada que preferí contestarle con el silencio. Primero, porque vivo en México, quiero a México, pago impuestos en México, he traído a México el fruto económico de veinte años, de trabajo, y por consecuencia me importan mucho más los crímenes que se cometen en México que los que se cometen en Sicilia o en Calabria; segundo, porque el chauvinismo más ridículo cegaba a tal punto a mi honorable acusador, que estaba falseando la realidad, las estadísticas, en fin, todo: por lo que, si sigue no creyéndome, lo invito a que lea los datos publicados en la prensa mexicana hace unos días: los tremendos, casi increíbles datos que ha proporcionado, en una pública conferencia, el eminente criminólogo mexicano doctor Alfonso Quiroz Cuarón.

Por si acaso algún lector no los conoce, voy a resumir aquí unos de ellos. Según el doctor Quiroz Cuarón, pues, el crimen en México es “atávico, muscular y violento”. Hay “epidemología del crimen”: México ocupa, -desgraciadamente, el ¡tercer lugar mundial’ Ignoro quiénes ocupen el primer y el segundo lugar (medallas olímpicas de oro y de plata), pero tengo la impresión, señor cónsul en Suiza o lo que usted sea, de que no es Italia la ganadora. Poco importa: lo que me parece importante es que en México se comete un delito de lesiones cada 38 minutos, un homicidio cada 81 minutos, un rapto con estupro cada 192 minutos, una violación, cada 10 horas y 2 minutos, un robo cada 48 minutos, y así por el estilo. En el período 1928-1966, el promedio anual de delitos ha sido -en México- ¡de 43 mil 161 casos! Y hay algo peor: la impunidad. Llega al 42 por ciento. Declara el doctor Quiroz Cuarón que en México un homicida de cada cinco se sustrae a la justicia. Sobran los comentarios.

Nada de lo que precede -ni lo que leemos cada mañana en la prensa nacional, sin contar lo que la prensa nacional no cree conveniente publicar-puede dejarnos indiferentes a quienes vivimos en este país, y queremos respetarlo. Añade el doctor Quiroz Cuarón que “a una criminalidad primitiva,· muscular o atávica corresponde (en México) una policía del mismo tipo, primitiva y sin inteligencia, lo que se pone de manifiesto en su mayor ineptitud para investigar, perseguir y hacer llegar a los tribunales (a los delincuentes)”. Lo que, a mi parecer, es verdad hasta cierto punto: pues la policía mexicana no corresponde al feísimo retrato que de ella traza el ilustre criminólogosino cuando ella misma quiere que así sea. Cuando, por lo contrario, quiere ser eficiente, ¡diablos si lo es! Véase por ejemplo con cuánto almirable rapidez ha logrado agarrar -bajo el empuje de las autoridades, preocupadas por el matiz político que estaba tomando el acontecimiento- al salvaje funcionario del Departamento del Distrito Federal del asesino del estudiante: ese señor Jaramillo Yáñez que, muy valiente cuando tenía en la mano su “buena” pistola, ha ofrecido el más lastimoso de los espectáculos ante los agentes del Ministerio Público, llorando y mintiendo como una mujercita. Visto que los cinco malditos tiros le habían salido por la culata, el sargento segundo de la Dirección de Tránsito (de los que gustan de gruesas y “muy machas” pistolas plateadas), lloró como niña chiquita hablando de sus infelices hijos: desde luego no pensó, el gorila, que Jesús Bucio también tenía madre: una desdichada señora a la que el muchacho mantenía.

Como ser humano, come mexicano y extranjero, como autor de cinco o seis libros que han difundido en el mundo un mejor conocimiento de México, pido que la justicia mexicana castigue con suma severidad al asesino José Jaramillo Yáñez, a fin de que todo aquel que en México lleve un arma y un uniforme sepa que los ciudadanos -y también los no ciudadanos- han de ser respetados en su vida, en su dignidad, en sus intereses, en su decoro: sin olvidar nunca que ellos son los servidores de la ciudadanía que los paga, y ¡no su amos! En el mundo de 1968, en México o Italia o Bélgica, ¡nada de amos, nada de “¡súbditos!” Y nada de mujeriles lágrimas de cocodrilo, señor Jaramillo Yáñez y gentes de la misma ralea: ¡en sus pobres hijos han de pensar, ¿cómo· no?, pero antes de cometer sus fechorías, no después! Y también piensen en los hijos de los demás …

Esto dicho -y juro que lo mismo, con el mismo indignado ardor, lo diría si el asesino fuera florentino o hamburgués- quiero detenerme un instante sobre una noticia hermosa y consoladora: la han publicado los diarios capitalinos y está fechada en Veracruz el 25 de noviembre. Más de 18 mil armas de todo género y de todo calibre han sido destruidas, ante notario público, en los hornos de la sociedad Tamsa, cerca del puerto jarocho: 35 toneladas de acero que estaban destinadas a sembrar muerte entre seres humanos. Estos 18 mil y pico de rifles, pistolas, ametralladoras, etc., fueron recogidas durante el gobierno del licenciado Fernando López Arias. Felicitémoslo de corazón. El licenciado López Arias, que deja su alto cargo en estos días, no podía hacerles mejor regalo a los ciudadanos que lo han apoyado en el transcurso de su administración. Acontecimiento muy noble: ejemplo que debería ser imitado en todo el país. ¡A destruir armas, sí, y a castigar duramente a quienes se sirven de ellas como si viviéramos aún en la triste época en que “México” era sinónimo de “violencia”. Que las fuerzas policíacas traten de ganarse el respeto de la ciudadanía colaborando civilmente en la despistolización de los “machos” demasiado “machos”: en la calle, en los cabaretuchos, en los clubes exclusivos, dondequiera. Está bien que se recojan  no sé cuántas toneladas de libros impresos en China: admitamos (pues no podemos hacer otra cosa) que la lectura del “Capital” o de las poesías de Mao envenenen a los pueblos. Pero no estaría mal, al mismo tiempo, predicarles a todos, uniformados o civiles, que las armas no tienen el derecho de existir sino -si tal caso se presentara- para la defensa de la patria, ¡no para matar en la calle, por vulgar quítame estas pajas, a ciudadanos indefensos!

 

>>Texto extraído del número 807 de la Revista Siempre! el 11 de diciembre de 1968<<