Luis María ANSON

No parece que Mariano Rajoy esté dispuesto a hacer caso de lo que José María Aznar ha expuesto en la inauguración del ciclo El necesario fortalecimiento de España. Espléndida conferencia la del expresidente. La lucidez de sus afirmaciones y sus planteamientos exigen dejarle a él la palabra. Voy a espigar a continuación algunas de sus ideas para reflexión del lector.

Hemos vivido décadas de transformaciones políticas, económicas y sociales extraordinarias. La primera fue crear juntos un sistema de gobierno plenamente democrático, asimilable al de los mejores países del mundo.

Superamos las amenazas de la ruptura, del inmovilismo, del revanchismo, de la discordia y del deseo de dividir. Fuimos responsables por todos los que antes no supieron serlo. No dimos la espalda a la historia, pero no nos dejamos arrastrar por ella.

Realmente, sorprendimos. Y nos admiraron, porque, contra viejos y muy arraigados prejuicios, nuestra Transición fue un proceso virtuoso y auténtico.

El éxito de la Transición y el prestigio de la Corona inspiraron los mejores esfuerzos de democratización en Iberoamérica.

La democracia de 1978 hizo posible el mejor periodo de nuestra historia. Porque hizo posibles sucesivas convocatorias de alcance nacional que tuvieron sentido y oportunidad histórica.

El 1 de enero de 1999 España cofundó el euro. Nos convertimos en motor de Europa, como socio fundador de la moneda común. Un objetivo nacional que toda la sociedad española se esforzó por conseguir, desde unas condiciones de partida difíciles.

No podríamos situar en 2009 ningún acontecimiento histórico semejante a los que he mencionado. Nada igual de memorable y a la vez igual de cohesivo y constructivo. Casi nada que no divida y aleje a unos españoles de otros.

El impulso modernizador, ambicioso y profundo que nos permitió obrar la mayor transformación de nuestra historia, se ha agotado, se ha diluido. Y con esa disolución han aparecido brechas; que pueden ensancharse hasta convertirse en amenazas de fractura.

Juntos, durante años, vertebramos España. Dejamos atrás la visión angustiada y pesimista de nuestro país. Pero hoy tenemos un país que se está desvertebrando. Socialmente, territorialmente y políticamente.

Jóvenes sobre cuyo futuro se arroja una nueva y pesada carga en forma de déficit y de deuda, como medio de pago ordinario del bienestar de una parte. Y como precio asumido de la falta de reformas estructurales.

Se les pasará al cobro la factura de un bienestar que apenas disfrutan, y cuyo importe se incrementará como marquen los mercados de deuda.

En segundo lugar, la brecha social aumenta al entrar en contacto con la brecha territorial, un proceso de centrifugación institucional derivado del mal uso de nuestro modelo autonómico.

La relación entre el Estado y las Comunidades es hoy un pulso permanente de suma cero o negativa. Como si se tratara de poblaciones distintas.

Es absurdo pensar que el único Estado legítimo es un Estado residual. No es así. Con un Estado débil y fragmentado perdemos todos. Sólo un Estado sólido y bien dimensionado puede garantizar la cohesión y la igualdad.

Se desdeñan por anticuados todos los proyectos nacionales y se propone en su lugar un viejo sectarismo hueco y estéril. Adornado con ridículas pretensiones de profundidad y de novedad sólo entendibles en un ambiente general de degradación de la cultura y de la Historia.

Con un Estado residual en lo político y desmedido en lo económico no vertebraremos España y no revertiremos la brecha social.

Los partidos nuevos no han tomado el relevo de los anteriores en su capacidad de integrar y de impulsar España transversalmente. No actúan para un proyecto nacional.

Al contrario, exhiben ruptura territorial, ideológica, generacional o histórica, no continuidad. Bajo la apariencia de un regeneracionismo gritón y en ocasiones asilvestrado -muy manido y fracasado en nuestra historia-, declaran y despliegan su vocación explícita de parcialidad y de división.

Debemos impulsar esfuerzos que restauren nuestra cohesión territorial.

España no se va a romper. Pero no basta con eso.

No basta con evitar lo peor, hay que aspirar a lo mejor. A aprovechar todas las oportunidades estratégicas, comerciales y culturales que el mundo global ofrece a los países grandes que además quieren ser importantes.

Y este nuevo empeño nacional debe impulsar una reordenación del mapa electoral. Para que primen en él los movimientos inclusivos, el realismo y la responsabilidad. Los programas con ambición nacional y deseo de progreso, alejados del localismo empobrecedor, del populismo mendaz y del adanismo insustancial.

Cuando llegó la crisis económica ya estábamos sumergidos en una crisis de cohesión política, de ideas y de valores. Nuestra actual debilidad tiene en ese hecho su principal causa. Una debilidad que es brecha y que debemos evitar que sea fractura; y, más aún, derrumbe.