El paso de las bestias y las aguas, de Alejandro Sandoval Ávila
Carlos Santibáñez Andonegui
La poesía no es sólo la frase bonitoide, sino un aliarse al ser al despertar, un luminoso ajuste que pretendía Guillén cuando pugnaba: “Despertar, ser estar: ¡otra vez el ajuste luminoso!, cuando se deja atrás la tentación del llenado de formas, y apuesta por lo fundamental. La fórmula es entonces perdonar lo que podíamos llamar el antojito de la forma. Y lanzarse de lleno en frases lapidarias por el significado de la vida.
Eso es lo que hace Alejandro Sandoval Ávila. Se trasciende a sí mismo como narrador cuando se lanza a plasmar lo vivido “sin red”, en frases súbitas, perladas, hirsutas, renuentes al peinado de la forma, en las que va por lo substancial y lo convierte argumento de la que no tiene argumento: la poesía. Donde el único argumento, la única trama es el significado humano, sin adornos, que late en destellos como: “Hoy miras a tu madre por última vez”. El estilo lacónico procura llamar a campanadas lo fundamental: “Hoy miras a tu madre por última vez.// Con ella se van otras muertes/ semejantes al paso de las aguas”.
En la demolición se percibe la huella de estructuras que se pierden tras el derrumbamiento de otras estructuras. Lo que fluye, y lo que se atasca. Otra vez el yin y el yan, “frente al cielo cruel púrpura por las tardes”.
La familia como núcleo de fuerzas que unen y separan. Lo que tiene en frente el poeta es su familia, pero es la familia de todos. El agua como expresión de algo que apenas quieres tocarlo ya se fue, y sin embargo es capaz de ahogarte. El significado humano corre como agua. El nudo humano es tan indescifrable como sencilla el agua en el epígrafe de Paz: “se mece en su oleaje infinito y apacible./ Allí recobra la inocencia de las bestias”, epígrafe que enmarca la primera parte del poemario, precisamente dedicada a su madre: “María”. Antes de ella, los “Orígenes”. ¿Qué somos los humanos, más que genealogías apresuradas, semblantes de odio que todo lo que logran es esa vieja lágrima que se transmiten como herencia, y todo es erosión, ante la bestia pura.
El dilema de nuestra condición, a veces tan agua, a veces tan bestia, es esa Modernidad líquida en la que nada es firme por más que se ha tratado de salvar, esto trae entre manos el que vive, esto que al final nos salva o nos condena. Tal es el compromiso que asume en su poemario Alejandro Sandoval. No la hechicería de la belleza. Cita a Max Rojas: “…lo bronco/ lo verdaderamente animal que me sostiene/ está dolido”, presente desde el ser que le dio vida y del cual dice: “nos amó como pudo/ desde su alma sajada”.
Él ama a su madre como es, no como debería de ser: cuántos fingen con tal de demostrar un amor que en realidad no existió. En Alejandro está la madre tal cual fue, no necesitó verla como una mujer liberada, acorde a los reclamos de actualidad o el psicoanálisis para quererla, porque entonces la estaría inventando, sino sencillamente, como fue. Mujer dulce, sometida al rigor de lo real, cuyo heroísmo está ahí, en esculpir esa belleza amarga que se salva a través de la poesía. En ella la palabra esposa fue la mejor, siendo que en ocasiones, es la peor de todas. Todo en su evocación coincide con un crujir de huesos, con un gozne de puertas y un batir de alas secas, en cuya sequedad está su grandeza, porque María fue la mujer atada a su condición de esposa fiel a pesar de todas las dificultades: Maderamen de huesos. Eso sólo bastaría para hacerle un poemario. Pero él escribe este libro porque piensa: no oí lo suficiente a mi madre, la quiere oír otra vez, aproximar su voz. Ante una mujer valiente vale recordar que la maternidad no acaba con la muerte. María se va, nos deja su belleza, y su belleza está en su heredad, y su heredad es su voz, que está en las “voces que han ahogado/ los atardeceres de su altiplano/ al que no regresará”. Su indefinible aroma, el aroma propio de ella, es el de quien “Jamás reunió sus días con aroma”.
Pero María ha sido deshabitada sin piedad. Esa lámpara afectuosa de sus manos, ahora es tan solo el agua que al pasar por la madre, es la madre que al pasar por el agua, deja en Alejandro ese verso impalpable: “Agua de conmoción fue su mirada”.
¿Frente a esto qué son hijas y nietas?, “días de ajuste inquietante”.
Otro de los enfoques de este libro, es que papá y mamá se van pero nosotros nos quedamos, a la reconstrucción de lo vivido. Somos nosotros los hijos, quienes con el fuego de la evocación reviviremos a esos antepasados que conocen “la noción para volverse llama”.
Es el recuerdo de lo vivido lo que escarnece. Ese reloj que sobrecoge con el ruidito que te mueve “insolente peregrinación al origen”, tras “las últimas huellas de una familia”, hecha de humo, de viento, del más puro “linaje del absurdo”.
Nosotros los hijos, los llamados a reconstruir el alboroto, “cuando vivir era algo poderoso”. Nosotros, a quienes toca recordar “la mano blanca del anciano” y contrastarla contra la “dura mano del padre, cuando jovial apenas/ usted surgía quedamente”, y recobrarla hoy, “cuando el ultraje se erige en osamenta”. Nuestra es “la hora de la nostalgia transfigurada en café y charlas con amigos”. Los ojos del niño que acude a celebrar su Año Nuevo.
Y no somos nosotros, son los estigmas quienes migran hacia un esqueleto, al que nos lanzamos a tiempo de vivir la experiencia del regreso “a la que el otoño nos trajo”.
El paso de las aguas y La bestias, dan paso al ser humano, como la bestia inocente que hace gozar, y hace llorar, y en su inocencia trae un único interno, desechado, malogrado, maldecido permiso para amar.