El 20 de abril de 1999, la Escuela Secundaria de Columbine, en Colorado, Estados Unidos, fue escenario de un atroz crimen estudiantil perpetrado por dos adolescentes: Eric Harris de 18 y Dylan Klebold de 17 años de edad.
Los antes mencionados crearon toda una estrategia para asesinar a tiros y con bombas caseras a la mayor cantidad de alumnos posibles, logrando matar a 15 personas y herir a 24, entre estudiantes y maestros.
Luego de cometer los asesinatos, Harris y Klebold se suicidaron de un disparo en la cabeza, en la biblioteca del plantel. Se dice que la policía tardó tres horas en recuperar los cuerpos de los delincuentes, y tardó casi una hora en atender la emergencia en aquel lugar.
Luego de varias indagatorias, se llegó a la conclusión de que los dos jóvenes tenían problemas psiquiátricos y depresión, y que se dedicaron durante varios meses a planear los crímenes con cautela. La policía local determinó que Harris era sociópata y escribió la planeación en un diario.
Casi dos décadas después, el diario británico The Guardian publica una entrevista con Sue Klebold de 66 años, la madre de uno de los asesinos de Columbine, quien después de tanto tiempo sigue sintiéndose incómoda cuando se encuentra en cualquier área y la llaman por su apellido. No es fácil ser la madre Klebold, porque todos creen que la conocen de algún lado, de inmediato no recuerdan al asesino.
Después del hecho, la madre confirmó que ignoraba que su hijo estuviera deprimido, que había comprado un arma y que guardaba explosivos en su sótano: “un madre debería haberlo sabido”, afirmó Klebold.
El hecho de que una madre no comprenda el por qué de la depresión de su hijo la hizo ser muy dura consigo misma y dice “la descripción más amable que los medios de comunicación hicieron de nosotros fue que éramos unos inútiles”.

De acuerdo con otras opiniones, expresadas en su libro “A mothers Reckoning” o “El juicio de una madre”, los padres habrían estado protegiendo a un “racista odioso” y habían preferido ignorar “el arsenal” que tenían en su sótano y el cuál ponía en riesgo a la comunidad entera.
En este libro, Klebold hace un recuento de todo lo que ha pensado durante estos 17 años e intenta resolver sus propias inquietudes, si como padres decidieron darle una buena formación a su hijo, en qué se equivocaron y que fue todo lo que pasaron por alto de los comportamientos y actitudes de Dylan.
Asimismo, explica la forma en la que no sólo cambia la vida de los familiares de los afectados y de los afectados, si no de los padres que se encuentran en una situación similar, ya que sufren de discriminación, divorcio, enfermedad, bancarrota y un esfuerzo enorme por comprender y sopesar los hechos.
El principal objetivo y preocupación de Sue, es que los lectores cambien la percepción que se generó de su hijo a raíz del hecho, ya que cuando esto ocurrió su oficina se encontraba en el edificio del departamento de libertad condicional y le tocaba encontrarse en el elevador con convictos y pensaba: “ellos deben ser los hijos de alguien”.
Este pensamiento la llevó a sentir compasión por ellos, por lo que pide lo mismo para los demás y quiere el perdón de quienes la lean, pero invita a una profunda reflexión sobre los motivos, cualesquiera que sean, que llevan a los adolescentes a matar.
Sue Klebold quiere que su hijo sea recordado como un muchacho alegre, decente y amoroso, no como “el monstruo de la casa de lado” que aparecía en los principales diarios al día siguiente de la matanza, ya que, como lo describe era obediente, curioso, atento y con una personalidad apacible.
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Un padre nunca cree que un hijo pueda causar problemas. En sus memorias, Klebold explica que quería que la gente comprendiera que a su hijo menor no le faltaba nada, ni cariño, ni cuidados y lamenta que muchos hayan creído que todo se derivó de la falta de amor familiar o por algún tipo de maltrato.
La madre de Dylan, el asesino de Columbine, reitera que su hijo tenía cuidados y atenciones, y que le preocupaba que los medios aseguraran que provenía de una familia adinerada y que el comportamiento de Dylan no era más que la versión extrema del pobre niño rico.
Esta tragedia le costó a Sue un matrimonio de 43 años, la acumulación de diversas facturas legales y el acuerdo de indemnizar con 1.5 millones de dólares a las familias de los afectados, además de un mar de culpabilidad, el cuál fue superado de poco en poco.
Una culpabilidad de la que no podía hacerse cargo hasta que conoció de la profunda depresión en la que estaba sumergida su hijo de 17 años, y que asumió cuando se dio cuenta que su hijo murió a causa de una enfermedad mental.
“Con el paso de los años ha encontrado consuelo en el pensamiento de que ese día Dylan se comportó de forma distinta que Eric: el hecho de que disparó contra menos personas. ¡Qué forma más rara de consolarme! Sin embargo, me aferraba a este pensamiento, creía que, de algún modo, sus acciones fueron menos horribles. Horribles sí, pero menos”.
Sue afirma que aunque no ha superado y no sabe si superará el trago amargo de la culpabilidad, a pesar de los actos de su hijo y del desconocimiento de su enfermedad, ella solo puede responder con actos de amor aunque asegura que el pasado no lo puede cambiar: “el amor no basta”.
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