Son hermanos y se llaman: Julián -12 años-, Pedro -10-, y Ricardo -8-, Jaso Pérez. Vinieron de Toluca a la Capital hace 4 meses, cuando murió su padre y siguiendo a su mamá, que fue internada en un Sanatorio para enfermos nerviosos.

Julián, huidizo y huraño, es el líder del grupo. La breve y dolorosa vida le ha enseñado a ser así. Vendía periódicos en su ciudad natal y gustaba de leer las notas rojas de “Últimas Noticias”. Ama los caballos y se muere por ver las luchas libres y por boxear, golpeando de esa manera inconsciente a la vida que tanto le ha herido. Pensó que la “gran” ciudad de México podría encontrar mejores medios de vida para él y sus hermanitos menores, pues no quiso que fueran una “carga” para su hermana, que se quedó en Toluca con una tía. Pero antes de emprender el viaje fabricó para cada uno, cajones de bolear. El suyo lo adornó con fieros retratos de luchadores pero todos los pequeños boleros, tuvieron que andar siempre a salto de mata porque les perseguían los “sindicalizados”, amenazándoles con quitarles cajas, cepillos y grasa.

Julián, Pedro y Ricardo, tres hermanitos mexicanos habían hecho su hogar en un costado de Bellas Artes.

Pedro, el de en medio, es muy reservado, pero cuando se trata de vacas quiere tener una “para él sólo” y México no le agradó de primera intención, porque no veía animales por ningún lado. Ricardo, el más pequeño, es un manojo de nervios. Pronto aprendió la elemental acrobacia de tomar los camiones a plena marcha, con su fajo de periódicos bajo el brazo… “cuando había dinero para comprarlos”. Sus ojos parpadean como intermitentes luces neón y como cualquier chiquillo, gusta enormemente de los cuentos de “Tom & Jerry”.

En poco tiempo la gran cuidad les absorbió, imponiéndoles el calvario inicial de su dureza. No siempre tuvieron dinero suficiente para ir al mesón de barriada, a soñar angelitos, en mitad de las carreteras de los piojos y los ronquidos de los viciosos, y muchas veces buscaron acomodo en las sillas duras de la Estación de Buenavista, esperando trenes imaginarios que les llevaran a una tierra deseada, donde hubiese árboles de galletas y ríos de leche fresca. Las bandadas ambulantes de chiquillos les solicitaban para sus pequeñas raterías y sus concilios de principiantes bajezas, para todo lo cual siempre tuvieron repudio Pedro, Ricardo y Julián.

Este es el cajón de limpiabotas que Julián construyó para dar de comer a sus dos hermanos. SIEMPRE arrancó a los tres niños de la miseria y el abandono. Desde los ojos inocentes de este niño, México sigue pidiendo ayuda para los niños desvalidos.

SIEMPRE! les encontró  en un infecto agujero de esos que hay en el costado del Palacio de Bellas Artes y donde han dormido su miseria, con la espina vertebral doblada, cientos de mexicanos desheredados. A nuestro llamado despertaron con un pequeño susto de conejos sorprendidos dieron el salto y escaparon en un periquete jugamos al escondite entre las frías y pedantes columnatas del pórtico y creyéndose inasibles se encamaron al pedestal de unas musas de italiana indiferencia, pensaban que no era coda de entregarse, nomas porque sí, al primer desconocido que les propone una nueva vida, cuando ya se ha perdido toda confianza en ella.

La camioneta de la Cruz Blanca tiene atemorizados a todos los niños de México que andan vagando por calles, portales y puestos de comida, implorando con mirada de perros maltratados  lo mismo “un quinto para un pan”, que “un cachito” de afecto Julián afirmó rotundamente, que no quería ir al sitio que le ofrecíamos , pues pensaba que era el refugio de la Cruz, donde había estado anteriormente, teniendo que soportar las palizas que le dieron los mayores cuando no se dejó “bolsear”, práctica establecida y ya naturalizada en el primer escalón del robo. Y nos contó con la voz preñada de miedo: “Un niño de 4 años se me acercó resueltamente me dijo que me quería vaciar los bolsillos, “para ver lo que traía”. Yo pensé en mis dos pesos en morralla y le dije que no estuviera “fregando”. Pero el niñito había sido mandado por toros “grandotes” e iba “a la segura”, pues si yo le pegaba los demás tendrían razón suficiente para “moquetearme”.

Me metió la mano en los bolsillos y yo sentí que mis “quintos” ya se iban entre sus dedos. Le di un empujón pero llovieron muchachos y me sobraron “guamazos”, y no es todo, lo bañan a uno cuando está dormido en las piedras frías, le quitan los zapatos y le hacen mil majaderías. No… ¡Yo no quiero ir allí! Tampoco quería dejarse fotografiar “Mi papá me dijo antes de morir, que nunca me dejara retratar en los periódicos”. Sus hermanitos movían la cabeza afirmativamente y se aferraban a Julián esperando de él protección y defensa. Tuvimos que hablar y hablar, siempre en tono afectuoso y convincente. “Van a ir a una escuela grande y hermosa –decíamos-, llena de sol y de cariño, donde hay vacas, jardines, gallinas y hasta televisión.

-¿Y camas con sábanas limpias? ¿Y excusados que no huelen mal?-inquirió Ricardo.

-¿Y si no nos gusta podemos “pelarnos”?- sugirió Pedro tirando una finta de seguridad.

Y cuando les aseguré que podían “pelarse” y dormir a pierna suelta y seguramente, Julián dibujó en sus labios un proyecto de sonrisa y dijo secamente … ¡Ya vas!

El SUSTO! Los tres rechazaron, asustados, el ofrecimiento de SIEMPRE! de una vida luminosa. Acostados entre las estatuas y las mármoles del Palacio, se negaban a escuchar al reportero. Después, bajaron a pactar.

Fray Serafín Puente sonrió cuando llegamos con los muchachitos, y de su corazón franciscano y paternal salió el primer saludo balsámico que regó la aridez titubiante del silencio infantil “¡Suban!” –les dijo cariñosa, pero firmemente. Dentro de la camioneta estaba un “acolmansito” pero alentaba con la mirada a sus futuros compañeros. Julián subió decidido le siguió Pedros, pero Ricardo, el menor, se hacía el remolón, hasta que Julián bajó y abrazándole le izó hasta ponerle a un lado de Fray Serafín, el moje moderno y eficaz, que desde hace años forma para México bajo su paternal dirección, hombre útiles y sanos de espíritu no beatos rezanderos como muchos piensan. En Coyoacán tuvo su primera escuela de regeneración que llegó a tener una población de 90 alumnos tomados de los pavorosos Tribunales de Menores, quedándose con el saldo amargo de sólo haber regenerado a 3.

-Y…¿a qué se debió eso?- le preguntamos mientras el motor ronroneaba, ansioso de partir con su carga de corazones asustados.

-A que estaban demasiado pervertidos por el medio. Los chicos que ahora educamos en Acolman pertenecen a la fase anterior. A estos les prevenimos a aquéllos queríamos corregirles cuando el tronco estaba demasiado torcido.

Hubo una fiesta invisible ángeles contentos cuando Pedro, Ricardo y Julián llegaron a los viejos muros de la Hacienda colonial, que sus dueños originales donaron a la mansedumbre franciscana. Y no se crea –como muchachos piensan-, que aquello es un noviciado para futuros padrecitos. Acolman es un laboratorio de hombría preside el ancho zaguán, el retrato a colores del Gobernador Sánchez Colín. Bajo la escalera, de noble piedra, se mira, tallando un corazón en llamas. En una hornacina hay una imagen, iluminada por esperanzadas veladoras. Las arcadas del patio son abrazos invertidos que bajan del cielo para acariciar los lomos de los muchachos.

>>Texto extraído del número 30 de la Revista Siempre! del 16 de enero de 1954<<