Constitución de la Ciudad de México
Humberto Musacchio
Los legisladores suelen confundir categorías geopolíticas como “distrito federal” y “ciudad”, en nuestro caso ciudad de México. Hubo un tiempo, cuando comenzaba el sexenio de Luis Echeverría (1970-1976), en que se estampó en algún documento oficial que Distrito Federal y Ciudad de México (así, con mayúscula el sustantivo común) eran la misma cosa.
Por supuesto, no lo eran, pues la ciudad abarcaba sólo una parte del territorio del Distrito Federal y en cambio se extendía sobre numerosos municipios de la vecina entidad mexiquense, donde los habitantes, al igual que los vecinos de la colonia Nativitas, de Tepito o de las Lomas, se asumían como capitalinos, y si alguien preguntaba a los residentes de Ciudad Satélite o Lomas de San Mateo por el lugar donde vivían, sin titubeos respondían —y responden— que en la ciudad de México.
Pero el “gobierno” de Miguel Ángel Mancera, tan inepto para resolver problemas sociales con los fondos públicos y tan inútil para ofrecer seguridad, en su megalomanía parece empeñado en hacer de cualquier cosa un proyecto dizque para la historia. Uno de ellos es la malhadada conversión del Distrito Federal en algo que es parte de la federación, aunque no llegue a ser precisamente un estado.
Producto del travestismo que hará del DF una CDMX, cosa que está por verse, porque las instituciones capitalinas siguen usando la D y la F en sus abreviaturas y papelería oficial, es la llamada Asamblea Constituyente, engendrito parido por el Congreso de la Unión, que dominado por el PRI y el PAN, ni siquiera quiso dotar a la capital de un congreso, como lo tiene hasta el más pequeño de los estados de la república, y en el colmo de la antidemocracia, se guardó para sí dos quintas partes de la misma asamblea con el fin de que la Constitución naciente no pueda ser aprobada sin el voto favorable del PRI-AN, que sigue tratando a la población chilanga como inimputable, eterna menor de edad.
Como resultado, el proyecto de Constitución local es una especie de vertedero de toda clase de ocurrencias, sueños, buenos deseos y meras tonterías, frecuentemente opuestas, eso sí, a la Constitución de la República. Si el tiempo alcanza para que se apruebe aquel indigesto chorizo, seguramente no servirá para afrontar con éxito los mayores problemas de la capital, que requieren, para empezar, el traslado de los poderes federales a otra parte. Pero eso y otras cosas no están en las débiles manos de nuestros “constituyentes” que ni siquiera constituyen mayoría. Valiente Constitución nos espera.



