Carmen Galindo

Siempre he pensado que conozco la literatura de Carlos Monsiváis al revés y al derecho, pero el día que escuché a Alfonso Morales y a Rafael Barajas, el Fisgón, me mostraron, en uno y otro enfoque, un modo distinto de apreciar la obra del escritor. Rafael dijo, y lo dijo muy bien, que la literatura de Carlos va acompañada, siempre, de su sound track. Y si usted lo lee, así es. Alfonso Morales aseguró que sus textos con mucha frecuencia parten de una foto o crean una fotografía. Total, su literatura, como dije aquí cuando comenté esa sesión de El Estanquillo, se trata de una literatura multimedia, vale decir del siglo XXI.

Por eso, cuando nos entrevistó Daniel Rodríguez Barrón a mi hermana y a mí para un video que forma parte del homenaje que El Estanquillo, el museo que alberga las colecciones del escritor, rinde, con testimonios de sus amigos a través de Youtube, comencé diciendo eso, que se puede definir como una literatura multimedia.

A las culturas actuales, Néstor García Canclini las define como culturas híbridas por mezclar la alta cultura, para usar el término de Herbert Marcuse, y la cultura popular. En efecto, ahí están los innumerables textos de Monsiváis sobre poesía. De López Velarde a Carlos Pellicer. Sin olvidar a Neruda o Salvador Novo. De la cultura popular no lo desvelaban las máscaras, las vasijas de barro ni los textiles ni los huaraches, en dos palabras, las artesanías. Le interesaba el arte popular, es decir, la obra individual, las miniaturas de hueso de Roberto Ruiz, las nostálgicas maquetas de Teresa Nava, pero se pasaba de esa raya y se interesaba en la cultura de masas: Pedro Infante, que es el tema de Las veredas del querer, o Isela Vega o Juan Gabriel y hasta Raphael y desde luego, Agustín Lara y María Félix, evocación que acompaña con la foto respectiva de la pareja en la plaza de toros, el grito de “María, ahora uno de tu ganadería” y, por supuesto, la música del maestro, al que por sus letras filia al modernismo. Sara García o Joaquín Pardavé eran referentes permanentes e incluso se dio el lujo de que Sara García le jalara una oreja como hace con Infante en Viva mi desgracia.

Siempre tuvo debilidad por las artes que apenas hace cinco minutos fueron aceptadas como arte. Me refiero a la fotografía y, por supuesto, el cine, pero también a la ciencia ficción o la novela policíaca que hasta medio siglo veinte eran consideradas como subliteratura. Recuerdo cómo me recomendó a Raymond Chandler que sólo leí hace unos dos años y al que considero un artista de talla mayor. Amaba a los cronistas heterodoxos, como Chava Flores y sobre todos a Gabriel Ruiz, el de la familia Burrón. Podía llegar al éxtasis contando cómo la Borola se lanza de diputada. Cantaba, muy entonado, el más amplio conjunto de boleros y varias rancheras, repertorio que sin decir agua va improvisaba en parodias de su autoría. Le fascinaba, como consta en El Estanquillo, otro arte popular y considerado menor, las caricaturas. Coleccionaba originales de los más famosos, digamos García Cabral, o de los aficionados, por ejemplo Carlos Fuentes.

Sus causas fueron muchas, pero casi siempre las mismas. El feminismo, que encarnaba en su oxímoron del “feminista misógino”. La diversidad sexual, desde luego, era otra de sus causas. Menos visible para muchos, su invariable solidaridad con los maestros, desde la época de Othón Salazar. Él, con Nancy Cárdenas, me contaron con indignación cómo fueron reprimidos los maestros en Avenida Juárez con la policía montada y con sables. De ahí su rechazo, que alcanzaba a su poesía, de Jaime Torres Bodet, quien era entonces el Secretario de Educación. Por los ferrocarrileros realizó una huelga de hambre, aunque es falso como cuenta en su autobiografía (precoz), que la rompió cuando mi hermana y yo le dimos un chocolate. Cuando Demetrio Vallejo salió de la cárcel fuimos a verlo a su casa como muestra de solidaridad. (Mi vida de niña bien me hizo ver como una extravagancia que en el modesto hogar del líder ferrocarrilero el refrigerador estuviera a media sala, sólo ahora que vivo en un departamento me doy cuenta que el espacio de la cocina requiere aparatos domésticos de dimensiones acordes).

Su lucha al lado de la Cocei, (Coordinadora Obrero, Campesina, Estudiantil del Istmo), merece párrafo aparte. Estábamos en un Sanborn´s, cuando nos dijo: Me encontré a Héctor Sánchez (quien después sería precisamente diputado por la Cocei) y se despidió de mí para irse a Juchitán porque va a entrar el ejército. Yo, concluyó riéndose, me iría a tomar un avión, pero para Tijuana. Al día siguiente hablo a su casa y me dice doña Esther, su mamá: Carlos no está, se fue a Juchitán. Vino Toledo en la noche, estuvieron hablando y se fueron hoy en la mañana. Ellos, con el fotógrafo Rafael Doniz, Fernando Benítez, y Elena Poniatowska, se colocaron en un balcón municipal y el ejército no entró.

Sin embargo, con la lucha que más lo identifico fue con la del líder campesino Rubén Jaramillo, quien, a pesar de estar amnistiado, se le asesinó, junto con Epifania, su esposa embarazada y compañera en la lucha armada y luego electoral como candidato a gobernador de Morelos en 1946 y 1952. Además de su esposa, fueron asesinados con Jaramillo sus tres hijos el 23 de mayo de 1962. Cuando conocí a Carlos, llevaba siempre un conjunto de diapositivas que proyectaba para denunciar esta masacre, tal vez por esta temprana imagen lo identifico, más que con ninguna otra, con esta lucha campesina.

Del 68, ya conté en una entrevista en Radio Universidad, cómo llegó Carlos a Acapulco y nos contó, a mi hermana y a mí, la Manifestación del Silencio, no sollozando, pero con los ojos llenos de lágrimas. Punto Crítico, revista de ex presos del 68, que lidereaba Raúl Álvarez Garín, hizo una edición con su texto sobre esta manifestación. (Me explayo más sobre este tema en el texto anexo de “Elena Garro en el 68”).

Más recientemente acompañó en muchos mítines la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas, aunque con frecuencia tenía desacuerdos con él y sobre todo con Porfirio Muñoz Ledo, que, por otro lado, fue su amigo desde que Carlos tenía 20 años. No sólo apoyó a López Obrador, sino que incluso escribió, “al  alimón” un discurso con Sergio Pitol, que Sergio leyó en un mitin en el Zócalo advirtiendo la doble autoría y con Carlos a su lado en el estrado del candidato. Discrepó, como lo hizo público, del Plantón en el Zócalo, mientras Elena Poniatowska le dedicaba un libro a esta protesta y Marta Lamas le reprochaba a Carlos su actitud. Yo, precavidamente, me quedé callada, aunque sabía que López Obrador lo hizo para organizar a la gente (el plantón no era de personas, sino de contingentes) y para calmar a los que hablaban de abandonar la lucha electoral. Pensé que Carlos estaba demasiado irritado, más que con Obrador, con los que lo defendíamos.

De su mamá hablaré poco, aunque para él era figura central. Cuando estábamos en la UNAM, un día llegó Carlos y me dijo: “mi mamá que le anda haciendo al Tom Sawyer”, lo que tuve que interpretar como que su mamá había discutido con él y se había ido de la casa. Fue la primera vez que oí hablar de Doña Esther. Una vez le pregunté a su mamá de la manera más casual: “¿Cómo está?” Ella contesta, como su hijo, de un modo imprevisto: “Ya sabe, Vietnam del Norte y Vietnam del Sur”, aludiendo a las supuestas malas relaciones con Carlos. El comentario más mordaz de Carlos es esta paradoja: “Por hacer un chiste, soy capaz de hablar bien de mi mamá”.

La verdad no podían vivir uno sin el otro. Una vez Carlos me dijo, “hoy fue el último día que mi mamá trabajó”. En otras palabras, ya podía él sostener su casa. En esa casa vivían su tío Manuel, su tía Mary y su mamá, junto estaba la papelería que atendía Doña Esther. Enfrente, en la contraesquina, estaba una tienda que se llamaba La Quinta Avenida, adonde Carlos hace miles de años iba a contestar el teléfono ¡en pijama! Cuando Carlos se fue a Essex, su mamá decidió construir una segunda casa en la parte de atrás del terreno. Yo pensé que a Carlos no le iba a gustar, porque planeaba irse a vivir a Coyoacán, pero me equivoqué, le encantó. Es un duplex, en el segundo piso su familia, la sala y el comedor; en la parte de abajo, su biblioteca, un terno de sala, su escritorio con su teléfono, y, por supuesto, su recámara y sus gatos. Cuando murió su mamá, sólo le avisó a dos personas: a mi hermana y a Alejandro Brito. Sobra decir que sus primos eran muy cercanos, en especial Betty, que al final, era una especie de asistente y enfermera, porque igual pasaba y localizaba textos como les ponía el oxígeno a la tía Mary y a él.

Dos veces nos pidió a mi hermana y a mí que lleváramos a su mamá al teatro, una obra con Amparo Rivelles, en el Teatro de los Insurgentes y Violinista en el tejado con Manolo Fábregas, lo cuento para probar que le preocupaba que su mamá estuviera contenta. No comento más sobre las relaciones de Carlos con Doña Esther, porque Carlos siempre quiso que su vida privada fuera eso, privada.

Todo mundo se queda boquiabierto con sus muchas lecturas, pero creo que puedo decir, con certeza sus dos escritores predilectos: Salvador Novo y José Lezama Lima. La primera vez que escribí una reseña para un periódico, Carlos me llevó a las oficinas del Fondo de Cultura Económica para que me regalara los libros, de modo premonitorio entre los libros que me dieron estaba un volumen con la poesía de Salvador Novo, que Carlos me pidió y yo le regalé. De Novo hablamos, peleamos por él, y el primer aniversario de la muerte de Carlos, en Bellas Artes, la foto que pusieron, para iniciar el homenaje, fue una en que estamos, en primer término Jesús Galindo, mi padre; luego el licenciado Raúl Salinas Lozano, enseguida mi hermana Magdalena, junto a ella, Salvador Novo, Carlos junto a él y yo con Carlos. A un lado, mirando a la cámara y no a nosotros, el pintor José Luis Cuevas. Esta foto es significativa, porque Carlos la donó para el archivo de Bellas Artes.

A Novo dedica su libro, Lo marginal en el centro. A Lezama fue a conocerlo a Cuba y me comentó sorprendido en alusión a la prosa culterana del autor de Paradiso: “Habla, como escribe”. De Novo, en una conferencia en la Sala Ponce dijo: “si no le aprendí más, no es su culpa”.