Camilo José Cela Conde

Madrid.- Desde que el papa Gregorio XII promulgara en el año 1582 su calendario, el cambio de los años coincide bastante bien con el solsticio de invierno: llega diez días después, con una exactitud que el día añadido en los años bisiestos mantiene en su sitio sin necesidad de mayores sobresaltos.

Con el calendario que le precedió, el de Julio César, había más problemas derivados del ajuste impuesto cada cuatro años; no se tenía en cuanta la cautela de dejar el año con 365 días cuando fuese múltiplo de 100. Pero se trata de unas precisiones de carácter astronómico que importan poco al común de los mortales, más atento a las costumbres festivas que a los estudios científicos del paso del tiempo.

Con las Navidades vencidas ya, bueno es reflexionar acerca del hecho de que la costumbre, manda. Cada noche de san Silvestre, con las uvas y las campanadas que retransmiten las televisiones, se celebra en España un tránsito que en realidad no lo es. El día primero del nuevo año supone una convención que tiene poco que ver con el discurrir real de los acontecimientos y somos nosotros, los seres humanos, los que dotamos de novedad a lo que carece de ella. Por más que los diarios abran sus páginas el dos de enero —no salen en Madrid en el día que inaugura el año— diciéndonos quién fue el primer bebé nacido y el primer accidentado que se fue para el otro mundo, como si eso significase algo, se trata de una barrera de lo más artificial.

Una que nos obliga a cambiar la fecha correspondiente al año igual que cada seis meses en Europa tenemos que cambiar la hora y eso es todo. Reventar los aires a fuerza de petardos a las doce de la noche del 31 de diciembre no ahuyenta a los malos espíritus ni atrae al ángel de la guarda. Vestir de rojo y hacer promesas garantiza pocas novedades. Somos como somos un año más.

Todo eso se recuerda de manera recurrente cada 31 de diciembre y sólo el paso de los siglos, o de los milenios, permite añadir una precisión más. La última consistió en aclarar que el siglo XXI no comenzaba en 2000 sino en el 2011, insistencia tan verdadera como inútil porque la entrada del nuevo milenio se festejó de manera generalizada un año antes.

La costumbre manda sobre la ciencia y la razón, cosa que puede que esté mal, o puede que sea buena, pero da lo mismo porque aparecerá digamos lo que digamos. Somos animales de costumbres igual que lo son los domésticos, los perros y los caballos, con unas costumbres que van cambiando poco a poco sin que nadie acierte a saber por qué.

Así que seguiremos comiendo y bebiendo mucho más de lo que deberíamos navidad tras navidad incluso si nos gustan, como es mi caso, ni las uvas, ni el cava, ni el mazapán. Lo haremos hasta que la noche de los reyes magos ponga el punto final por fin a los festejos en todo el reino salvo en Palma, la ciudad en la que vivo, porque su patrón, San Sebastián, hace que la costumbre se prolongue unas semanas más.

Antes, en la época de prosperidad económica, un castillo gigantesco de fuegos artificiales cerraba desde la bahía el aplauso al año nuevo. Se trata casi de lo único en que hemos cambiado algo.

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