Comencé a trabajar en el suplemento cultural del periódico La Nación. El director del suplemento, Rodríguez, un viejo poeta andaluz que había sido amigo de Miguel Hernández, me permitió colaborar en cada suplemento, es decir una vez a la semana. Con lo que ganaba, cuatro textos al mes, podíamos vivir unos ocho o nueve días. Los veintiún días restantes los sufragué haciendo artículos para una revista de seudohistoria que dirigía un argentino igual de viejo que Rodríguez pero que poseía la piel más tirante y tersa que he visto nunca y al que, por evidentes razones, llamaban la Muñeca. El resto lo pusieron mis padres y los padres de Jan. El asunto venía a salir más o menos así: el treinta por ciento del dinero salía de La Nación, otro treinta por ciento de nuestros padres y el cuarenta por ciento de Historia y Mundo, que era el nombre del engendro de la Muñeca. Los cuatro trabajos de La Nación los solía terminar en un par de días; eran reseñas de libros de poesía, alguna novela, rara vez un ensayo. Rodríguez me daba los libros los sábados por la mañana, que era cuando todos o casi todos los que colaboraban en el suplemento se reunían en el estrecho cubículo que el viejo tenía por oficina para entregar sus trabajos, recibir sus cheques, proponer ideas que deben haber sido malísimas o que tal vez Rodríguez nunca aceptó pues el suplemento jamás pasó de ser una birria. Principalmente la gente iba los sábados para hablar con los amigos y para hablar mal de los enemigos. Todos eran poetas, todos bebían, todos eran mayores que yo. No era muy entretenido pero ningún sábado falté a la cita. Cuando Rodríguez daba por terminado el día nos marchábamos a los cafés y seguíamos platicando hasta que uno por uno los poetas volvían a sus ocupaciones y yo me quedaba solo en la mesa, con las piernas cruzadas y contemplando la perspectiva interminable que se veía a través de los ventanales, chicos y chicas del DF, policías extáticos y un sol que parecía vigilar el planeta desde las azoteas. Con la Muñeca las cosas eran distintas. Primero, un pudor del que ahora me ruborizo me llevó a no firmar jamás una crónica con mi nombre. Cuando se lo dije la Muñeca parpadeó dolorido pero enseguida lo aceptó. ¿Qué nombre querés ponerte, pibe?, masculló. Lo dije sin vacilar: Antonio Pérez. Ya, ya, dijo la Muñeca, tenés ambiciones literarias. No, se lo juro, mentí. No obstante te voy a exigir calidad, dijo. Y después, pero cada vez más triste: la de cosas lindas que se les pueden sacar a estos temas. Mi primer trabajo fue sobre Dillinger. El segundo fue sobre la camorra napolitana (¡Antonio Pérez entonces llegó a citar párrafos enteros de un cuento de Conrad!). Luego siguieron la matanza del Día de San Valentín, la vida de una envenenadora de Walla Walla, el secuestro del hijo de Lindbergh, etcétera. El despacho de Historia y Mundo estaba en un viejo edificio de la colonia Lindavista y durante todo el tiempo que estuve llevando artículos jamás encontré a nadie que no fuera la Muñeca. Nuestras entrevistas eran cortas: yo entregaba los textos y él me encargaba nuevos trabajos y me prestaba material para que me documentara, fotocopias de revistas que dirigió en su Buenos Aires natal junto a fotocopias de revistas hermanas de España y Venezuela de donde yo tomaba no sólo datos sino que en ocasiones plagiaba con total descaro. A veces la Muñeca me preguntaba por los padres de Jan, a quienes conocía desde hacía mucho, y luego sus- piraba. ¿Y el hijo de los Schrella? Bien. ¿Qué hace? Nada, estudia. Ah. Y eso era todo. Jan, por supuesto, no estudiaba, aunque la mentira de sus estudios se la colamos a sus padres para que estuvieran tranquilos. En realidad, Jan no salía de la azotea. Todo el día se lo pasaba metido en el cuarto haciendo Dios sabe qué. Salía, sí, del cuarto al wáter o del cuarto a la ducha que compartíamos con los otros inquilinos de la azotea y a veces bajaba, se daba una vuelta por Insurgentes, no más de dos cuadras, despacio y como olisqueando algo, y muy pronto ya estaba de regreso. En lo que a mí respecta me encontraba bastante solo y necesitaba conocer a otras personas. La solución me la dio un poeta de La Nación que trabajaba en la sección de deportes. Me dijo: anda al Taller de Poesía de Filosofía y Letras. Yo le dije que no creía en los Talleres de Poesía. Él me dijo: allí vas a encontrar gente joven, gente de tu edad y no borrachos de mierda, fracasados que lo único que quieren es estar en plantilla. Yo sonreí, ahora este huevón se pone a llorar, pensé. Él dijo: poetisas, allí hay poetisas, chavo, coge la onda. Ah.

>Fragmento de la novela inédita “El espíritu de la ficción”, de Roberto Bolaño (Alfaguara, 2016). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.
