Uno

 

Conozco a un hombre casado y con dos hijos que hace muchos años se compró un motel de veintiuna habitaciones cerca de Denver a fin de convertirse en su voyeur residente.

Con la ayuda de su esposa, practicó unos agujeros de forma rectangular en los techos de una docena de habitaciones; cada uno medía quince por treinta y cinco centímetros. A continuación, cubrió las aberturas con unas lamas de aluminio de celosía que simulaban rejillas de ventilación, pero que en realidad eran conductos de observación que le permitían, mientras estaba arrodillado o de pie en el suelo del desván cubierto por una gruesa moqueta, bajo el tejado a dos aguas del motel, ver a los huéspedes de las habitaciones de abajo. Estuvo observándolos durante décadas, al tiempo que llevaba un diario en el que anotaba casi cada día lo que veía y oía. Y durante todos esos años, nunca lo pillaron.

No había oído hablar de ese individuo hasta el día en que recibí una carta escrita a mano, enviada por correo exprés y sin firma, fechada el 7 de enero de 1980 y remitida a mi casa de Nueva York.

Tras recibir esa carta, la dejé en reserva unos cuantos días, sin saber muy bien cómo responder, ni si debería hacerlo. Me inquietaba profundamente que ese hombre hubiera violado la confianza de sus clientes e invadido su intimidad. Y al ser un escritor de no ficción que insiste en utilizar nombres auténticos en mis libros y artículos, supe enseguida que no aceptaría esa condición de anonimato, aun cuando, tal como sugería su carta, el remitente tuviera poca elección. Para evitar la cárcel, además de las probables demandas que podrían llevarle a la bancarrota, debía proteger la intimidad que había negado a sus huéspedes. Y alguien así, ¿podía ser una fuente fiable?

Sin embargo, mientras releía algunas de sus frases escritas a mano —«Lo hice tan solo por mi ilimitada curiosidad acerca de la gente, y no únicamente como si fuera un voyeur perturbado» y «he llevado un diario escrupuloso de la mayoría de individuos que he observado»—, tuve que admitir que sus métodos de investigación y sus motivaciones se asemejaban a los míos en La mujer de tu prójimo. Por ejemplo, yo había tomado notas en privado mientras trabajaba como encargado en salones de masajes de Nueva York y me mezclaba con gente que practicaba el intercambio de parejas en la comunidad nudista de Sandstone Retreat, en el sur de California; y la primera frase de mi libro de 1969 sobre el New York Times, El reino y el poder, decía: «Casi todos los periodistas son incansables voyeurs que ven los defectos del mundo, las imperfecciones de la gente y los lugares». Pero la gente que yo observaba y de la que hablaba me había dado su consentimiento. Cuando en 1980 recibí esta carta, faltaban seis meses para la publicación de La mujer de tu prójimo, pero ya se había hecho muchísima publicidad del libro. El New York Times había publicado un artículo en su edición del 9 de octubre de 1979, y la compañía cinematográfica United Artists había adquirido los derechos para el cine por 2,5 millones de dólares, superando la cifra más alta pagada hasta entonces por los derechos de un libro para la gran pantalla: Tiburón, que se había vendido por 2,15 millones.

Unos años antes, la revista Esquire había publicado un fragmento de La mujer de tu prójimo, y el libro se había comentado en docenas de revistas y periódicos. Era mi método de investigación lo que había atraído la atención de los periodistas: regentar salones de masajes en Nueva York, estudiar el negocio del sexo en poblaciones grandes y pequeñas a lo largo y ancho del Medio Oeste, el Suroeste y el Sur profundo, y también experimentar de primera mano los datos que había recopilado mientras pasaba varios meses en una comunidad nudista de intercambio de parejas, Sandstone Retreat, en Topanga Canyon, Los Ángeles. En cuanto se publicó, el libro encabezó la lista de los más vendidos del Times; permaneció en el número uno durante nueve semanas seguidas, y vendió millones de ejemplares en los Estados Unidos y el extranjero.

En cuanto al hecho de si mi corresponsal en Colorado era, en sus propias palabras, «un voyeur perturbado» —si recordaba al propietario del motel Bates en la película de Alfred Hitchcock Psicosis, o al cineasta asesino de la película de Michael Powell El fotógrafo del pánico; o si por contra se trataba tan solo de un hombre inofensivo de «curiosidad ilimitada», como el que encarnaba Jimmy Stewart en su papel de fotoperiodista postrado en una silla de ruedas en La ventana indiscreta de Hitchcock, o si no era más que un farsante—, solo podía saberlo si aceptaba la invitación del hombre de Colorado y le conocía en persona.

Puesto que tenía planeado viajar a Phoenix ese mismo mes, decidí mandarle una nota con mi número de teléfono, y le propuse hacer una parada en el aeropuerto de Denver de vuelta a Nueva York, donde podríamos encontrarnos en la recogida de equipajes a las cuatro de la tarde del 23 de enero. Unos días más tarde me dejó un mensaje en el contestador afirmando que allí estaría…, y ahí estaba; apareció entre la multitud de gente que esperaba y se acercó a mí mientras yo me dirigía a la cinta transportadora.

—Bienvenido a Denver —dijo sonriendo mientras con la mano izquierda sostenía en alto la nota que yo le había enviado—. Me llamo Gerald Foos.

Mi primera impresión fue que ese afable desconocido se parecía al menos a la mitad de los hombres con los que había viajado en clase preferente. Gerald Foos debía de rondar los cuarenta y cinco, era un tipo de piel clara, ojos color avellana, de una estatura quizá de metro ochenta y con algo de sobrepeso. Llevaba una chaqueta de lana color tabaco sin abrochar y una camisa con el cuello abierto que parecía demasiado pequeña para su pescuezo grueso y musculado. Perfectamente afeitado, poseía una buena mata de pelo oscuro cortado con esmero, con la raya a un lado; y detrás de la gruesa montura de sus gafas de concha proyectaba una expresión invariablemente amistosa digna de un posadero. Tras estrechar su mano e intercambiar palabras de cortesía mientras esperaba mi equipaje, acepté su invitación de alojarme en su hotel durante unos cuantos días.

>Fragmento del libro El motel del voyeur, de Gay Talese (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial todas las facilidades otorgadas para su publicación.