“Peinando canas” aparece en la temporada de oro del Teatro Mexicano con ese letrero: “la verdad sobre los mexicanos que desertan de su patria”.

 

Cuando vi ayer que el señor Pomares Moleón elogiaba en “Tronera” la obra de Humberto Robles Arenas, me dirigí rápidamente al Fábregas con el objeto de hacer una crónica desfavorable. Hela aquí:

La obra en cuestión, que va para convertirse en uno de nuestros clásicos, tiene más o menos la siguiente historia: la primera vez que se supo de ella, fue allá por el 56, cuando el jurado del concurso de comedias del Nacional dijo, mutatis mutandis, “que le otorga el premio a los Desarraigados, entre otra virtudes, por la mexicanidad de su tema “luego, fue estrenada en el Granero, en donde duró años y felices días, se convirtió después en el caballito de batalla de los grupos de Teatro Foráneo, y en superproducción cinematográfica, y aparece ahora “peinando canas”, en la TEMPORADA DE ORO DEL TEATRO MEXICANO, con un letrero que dice: “la verdad sobre los mexicanos que desertan de su Patria”. No se necesita mucho olfato para sentir que desde el titulo, la obra huele a naturalismo. Algo muy científico… y muy melodramático.

Las familias salen de México, en busca de seguridad, y en los Estados Unidos, la seguridad se consigue trabajando duro y por muchos años, y luego vienen las guerras y los hijos tienen que irse, una veces los matan, otro regresan tarados; otro hijos, demasiado jóvenes para haber ido a la guerra, van olvidando las costumbres de su raza y van adaptándose al medio. Esto es, más o menos, el cuadro. Ahora vamos a los detalles: el viejo de la obra, con veinticinco años de trabajo, ha conseguido el coche, la televisión, la casa propia, dos hijos muertos en la guerra, otros no muy en sus cabales, una hija con slacks, y le menor que hace contrabando de drogas, y una esposa mexicana, la compañera de toda su vida.

Llega a la casa una muchacha mexicana, como ave de al agüero, e inmediatamente se desencadenan todas las furias: va el hijo menor con un paquetote de mariguana, muy campante a ver a su novia que es prostituta, cuando pasan las patrullas y se arma la balacera y se llevan al bote a la novia, a toda la banda, y a un transeúnte: el padre del muchacho, que iba a su trabajo muy quitado de la pena. Mientras tanto, el hijo mayor anda enseñándole las estrellas a la joven mexicana, que como estudia antropología o algo por el estilo, le interesan muchas esas cosas. Suena el teléfono. Preguntan por el padre, que no ha llegado al trabajo. La madre baja corriendo, completamente histérica, porque cree que ya atropellaron a su marido, se asoma al porche, y desde allí, ve…

¡Horror! que a su hija está manoseándola el hijo de un estafador de braceros olvida por un momento a su marido, le reclama su comportamiento a la muchacha, se pelean las dos, se dicen palabras bastante gruesas, y por fin, la muchacha se va a gozar de la vida. El hijo menor, al enterarse de que su padre está preso por (aparentemente) su culpa, va a entregarse a la policía. Sueltan al padre, ¡y a pedir prestado para conseguirle un abogado al hijo!

Pasan varios días. La muchacha mexicana se ha enamorado del hijo mayor, pero también ha comprendido que hizo mal en abandonar a su padre. (Lo abandonó porque iba a casarse, él, el padre, con una mujer que no era la madre de ella. De este última supe que era muy asendosa, pero no entendí bien si había muerto cuando a la muchacha era muy niña, o se había ido de prostituta). Regresa entonces la joven de los slacks, maltratada, y ambas tienen una conversación, que en paráfrasis, podía se así: “Fred no quiso casarse conmigo porque sus papás se opusieron al saber que yo era mexicana”. La otra se lleva la mano al cuello, horrorizada: “¿Y ya..?” “Sí”, “Y no irá a..?” “No. Eso no, porque tomé precauciones”. (Shock del público). “¿Por qué se dejó arrastrar por la pasión, muchacha tonta?” “No era la pasión, yo quería obligarlo a casarse conmigo. Yo nunca lo había hecho, se lo juro. Era la primera vez”. “Pero vive usted en un país en donde las mujeres tienen iguales derechos que los hombres”. Puede usted recurrir a los tribunales y exigir que se le haga justicia. Usted puede comprobar que ese hombre le arrebató anteayer, el más preciado tesoro que tiene una mujer”. “Pero si no me lo arrebató anteayer, hace mucho que andamos en eso”. “¿No me dijo usted que era la primera vez?” “Bueno, la primera vez que íbamos a ese hotel”. Al cabo de un rato, llegan a la conclusión de que son igualmente culpables, sin embargo, la joven mexicana establece una diferencia: “Yo soy peor , porque usted siquiera tiene a justificación de que se creó un medio insalubre, en donde hay una crisis de valores verdaderamente pavorosa: además, su educación deja mucho que desear, estoy segura de que no fueron muchos los años que estudió, y además, no tiene cara de haber sido buena alumna. Yo en cambio, me crié en el ambiente más refinado que puede usted imaginarse; mi papacito procuró que no me faltara nada; estudié una carrera universitaria… y sin embargo… sin embargo… soy igual de canalla que usted”. Poco tiempo después de esta discusión, entra el viejo cayéndose de borracho: no lo ascendieron en su trabajo, por mexicano, claro esta. Porque, como dice muy atinadamente el hijo mayor: “estamos fundidos, aquí somos grises y allá somos pochos”.

 

>Texto extraído del Suplemento La Cultura en México de la Revista Siempre! en 1962<<