Ver de mar de ver, de Víctor Toledo

Gabriela Turner Saad

Ante las formas convencionales y de vanguardias, entre la tradición y el ingreso del haikú, por José Juan Tablada, dentro de la literatura mexicana, Ver de mar de ver del poeta Víctor Toledo, comprende la desestructuración y reconstrucción del “mar” no como motivo en sí, sino como referencia de la abundancia entre la percepción y la “gnosis”. El mar comprendido en su sustancia, agua fluctuante, sugiere la profundidad de sí, y humana; polisémico, brinda variables de mutabilidad y repetición, lo cual involucra el concepto de tiempo cuya correspondencia, por el continuum oleaje, le otorga la simbolización de “inmortalidad” o “eternidad”.

La creación de un espacio verbal depende del proceso íntimo y complejo; depende del asombro específico que experimenta el poeta de microcosmos que anuncia la observación más la percepción de las minucias del “mundo”, externo e interno, de los seres y sus sustancias. Basta abrirse a lo pequeño para desentrañar la profundidad de una sola gota. ¿Existe la gota o es la gota?, ¿cómo saberse a si la gota necesaria o no, dentro de una forma diminuta, fruto, comparado con el Sol? Si el fruto representa el desarrollo de la fertilización, simboliza “los deseos terrestres”, y ante su carnosidad corre el agua como mar, río, lluvia, gota.

Aparece, en el poemario, la gota como emanación no sólo de la inherencia de la pulpa, sino como desprendimiento de sí y saberse parte de la carne frutal, guiarse entre el tejido, porque su memoria la inclina a habitar y habitarse dentro del receptáculo que se nombra. Contenida, no dispersa, en la forma, “es” el toque de la delicia dentro del recipiente, y este a su vez, la exaltación orgánica que provee gozo y en su porción, el poeta, convoca lo celeste, como en la “Naranja”: “Sol de agua, mar/ dulce, estrella diurna/ ola redonda”. La gota, implícita, parece extracto radiante que resbala de ese “sol”, donde la primera queda como porción de la porción y proporción de la redondez: su continente, la naranja-sol. Dulcificada pertenece al mar y a su oleaje desde su adentro y su afuera.

La diminuta “aguda esfera” se convierte dentro de la brevedad y la lentitud en un recinto de texturas, sabores, colores, cuya estructura posee ligereza o espesura, como fluido de los ciclos que emanan de la naturaleza. En su propia pequeñez reposa o desplaza aquello que se caracteriza por su esencia, y por el espacio en el espacio de lo tangible, de la misma manera, lo inabarcable, lo colosal, la sutileza y la fuerza, pues refleja aquello visible como extensión y correlación al mar, al sol, la estrella, la luz.

Para Bachelard, con relación al concepto de imaginación, menciona que el agua es un “elemento natural”, entonces, la materialidad puede circunscribirse a la ensoñación del poeta. Víctor Toledo sumerge sus versos en lo delicado, pues inmerso en la naturaleza, a la materia le signa la ceremonia del encuentro entre “ser la forma” y “ser”. Conviene especificar que el agua forma parte de la realidad primaria, la física. Así mismo, Bachelard agrega que existe diferencia entre el agua de mar y la dulce, la primera vinculada con el viaje, el mito; mientras, a la segunda le corresponde la luminosidad. Ver de mar de ver le brinda el sustento de lo acuoso desde el mar hasta la gota, como el periplo del agua “inhumana”, la terrestre, la celeste, donde emerge el vegetal personificado. Suma de gotas o multiplicación de las mismas agitadas o reunidas: lluvia, río, lago, con la expansión que se antoja a mar. “Mar amarillo/ redondo permanece/ tu duro brillo” (Guayaba [Solymar]).

Entre el vaivén incesante del agua, subyace la representación de la guayaba, luminosa agua dulce. En el instante, tocable, posee su propio cosmos, el rito y la delicadeza de su condición mana entre los versos. En el interior: “Si abres tu adentro/ el oleaje del tiempo/ sólo es encuentro// Dulcimar re-ver-nece/ vermanece, ama(r)nece”.

Existe el “dulcimar” en la intimidad, delata el viaje continuo, y la claridad despierta, el ver como sujeción de lo inabarcable. Tiempo de tiempo atraído en sí, y “si abres tu adentro”, entonces, la guayaba conserva su cosmos develado y la permanencia del ser.

El reino contemplado a partir del mar promueve la imagen honda del movimiento incesante, ¿el eterno retorno como uroboros? El ciclo de la naturaleza en transición constante, cuyo cambio o mutación queda como testimonio por medio de configuraciones y proporciones distintas. Así, la amplitud y la magnitud en las olas diferencian el ritmo, aunque la periodicidad participa, retornan las aguas, para volcarse de nuevo entre su límite: la orilla de arena o roca continental, isleña, peninsular. Astilla espumosa. Ese tránsito observado desde el portal acuoso o vítreo, desde el ojo que percibe la manifestación, concibe otra imagen ensoñada: “El viento-bestia inmortal-el mar torea/le embiste cadera ceñida de sangrientas sales”. Ante esta, la bravura masculina cumple con la humedad ante otro poder, porque el toro embiste impetuoso, infatigable. La relación mar-viento traza dinamismo, lidian con su fuerza, ¿alcanzan trayectorias horizontales y verticales?, pues ambos crean travesías, mientras tanto vuelven al combate como poder en sí, su esencia remite al agua y al aire, a los elementos primordiales, a la vitalidad y a la respiración, compatibles en la fluidez y en la tersura, también en el desenfreno irresistible semejante a la seducción. Caricias que arrastran, rozan con vigor, vivas y fogosas como ritual de apareamiento.

Escribe Gaston Bachelard: “El agua es el elemento más favorable para ilustrar los temas de combinación de los poderes. ¡Asimila tantas sustancias! ¡Atrae tantas esencias!”. Así, la sal, es la sustancia que le brinda la cualidad de “mar”, y permite comprenderla como agua compuesta. Ante lo mesurable le deviene lo inconmensurable. Aunque la sal devuelve al agua, canta el poeta: “¿por qué es tan dulce el arroyo/ si el agua es sangre de sal?” Desde la estabilidad o la solidificación, desde lo “incorruptible”, desde el mínimo cristal se extrae el agua; la sal es el símbolo purificador y protector, el alimento, el alma y la espiritualidad. Parte desde lo simbólico, lo intangible, el arroyo.

La sustancia del mar prosigue en lo aparentemente “ínfimo” en cuanto a partícula perceptible, porque reconcentra en el proceso vegetal la continuidad y la reproducción por medio de imágenes que albergan la simiente. De tal manera, que el poeta Víctor Toledo potencia, sobre la forma del objeto nombrado, la hondura en ese cuerpo que se sostiene en femenino o en masculino con la frescura original de quien vivifica lo maravilloso por medio de las apetencias y reincorpora al objeto como sujeto de relevancia en sí por su cualidad esencial, además que formula el sentido de existencia y de ser, en su propagación inalterable hacia lo inconmensurable.

Lo primigenio en fruto manifiesta la porción visible de su materialidad, a través de su consistencia y textura. La sexualización muestra el erotismo personificado, y a su vez, conserva la “esencia” del agua —en gota, jugo, miel, carnosidad, pulpa— y el origen del nombre signado al fruto mismo. Así, el símbolo del agua permanece como simiente, purificación, renacimiento, en conjunción con las fuerzas femeninas y masculinas exaltando el microcosmo o lo minúsculo frente al macrocosmo o lo mayúsculo, en cuyo caso, contempla la correlación de elementos primordiales salvaguardados durante la luz. La naturaleza en sexo, en fuerza, en poder, refugia al ser con el miramiento hacia la eternidad desde el instante mismo, donde el tiempo no es sólo estacional ni de maduración sino de continuum. Alude al sentido de eternidad forjada desde el agua y la luz, desde la gota; la intangibilidad cobra presencia a través de esta condición. Ver de mar de ver, de Víctor Toledo, convoca e invoca al espíritu para exaltarlo en sí y reverencia al Ser ante el concepto mayor de “Unidad”.

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