Primera de dos partes
Sara Rosalía
Se podría decir que la literatura del siglo XIX se demora en la descripción, pensemos en Honorato de Balzac o en nuestra tierra en Manuel Gutiérrez Nájera, la del XX se inclina hacia la lengua hablada. Entre nosotros, José Agustín o Elena Poniatowska representan dos formas de valerse de la palabra de todos los días; en un terreno internacional la gran explosión de la lengua hablada proviene de la generación beat: Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs. El poema Howl (Aullido) se puede escuchar en línea en boca del propio Ginsberg y tanto On the Road (En el camino), como Naked Lunch (Almuerzo desnudo) están al alcance de la computadora o en sus respectivas traducciones. Fernando Vallejo, el colombiano que radica aquí, no tiene una sola línea en su obra que no sea (o finja) ser hablada. Para acabar pronto, el Quijote y Sancho, cabalgan sobre Rocinante y su jumento, y mientras cabalgan platican y esto comenzó desde los siglos XVI y XVII.
Hay otro tema similar, pero no idéntico. En sus orígenes, la literatura es oral, de hecho no había de otra, ya que no existía la escritura. Pero hasta el día de hoy, existe una vertiente de los relatos orales, emparentados con géneros como la leyenda, e incluso el mito. De esta fuente se nutren escritores cultos, es decir profesionales.
El mito como fuente
Como todos recordamos, porque ya es un clásico, Pedro Páramo (1955) termina con el cacique que, convertido en piedra, se desmorona. De igual manera acaba Los recuerdos del porvenir (1963), cuando Isabel Moncada se petrifica. De modo similar, Hombres de maíz (1949), recupera el mito de las tecunas, mujeres que se convierten en montañas. El proceso de la petrificación no es tan común en la mitología, el caso más conocido es el de Medusa o el de los Basiliscos que tienen el poder de petrificar. Otro caso es el de la mujer de Lot que se convierte, en las páginas de la Biblia, en estatua de sal. Pero ni en Juan Rulfo, ni en Elena Garro, ni en Miguel Ángel Asturias se trata de mitos a secas, estamos ante autores que tienen, eso sí, un horizonte oral, pero recrean los mitos, los usan para sus propios fines.
Uno de los más célebres cuentos de Elena Garro es “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Lo sorprendente de este relato es que une dos tiempos históricos, el momento de la caída de Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, y un momento actual, que podríamos situar en 1964 cuando se publica este cuento. Una mujer está casada con un hombre que no ama y una noche a causa de una avería en el coche donde viaja la pareja, un hombre aparece, este hombre es un guerrero que acabará muerto en la batalla final de resistencia mexica. A instancias de su amante mexica, que agoniza, la mujer se pone a salvo al pasar al otro tiempo, el actual. La cocinera de su casa es la confidente y cómplice de la mujer ante la suegra y el marido que no la comprenden y le reprochan su infidelidad y en general, su conducta. Como podemos apreciar, el cuento se parece muchísimo a “La noche boca abajo”, de Julio Cortázar, relato publicado en el libro Final de juego, de 1963, donde un joven motociclista sufre un accidente y sueña al ser hospitalizado que es un guerrero en la guerra florida que va a ser sacrificado. El lector supone que se trata de un joven motociclista sólo para descubrir que es en realidad el guerrero que sueña, al momento de ser sacrificado, que es un joven motociclista que transita en una autopista que existirá en el futuro. No sobra decir que Cortázar atribuye este libro de relatos a sus problemas de neurosis. El de Garro, asunto que disgusta a la escritora, queda en el apartado de realismo mágico. (Cualquier relación de la vida de la autora con la suegra y el marido vigilantes ante la infiel esposa, tal y como lo cuenta Helena Paz Garro en sus Memorias, no es mera coincidencia).
En “El zapaterito de Guanajuato” aparece una mujer muy parecida a la del relato anterior: rubia, de piernas largas, sólo aparentemente rica y también perseguida por un hombre. Sus confidentes, con los que ella se comprende, es, de nueva cuenta, el personal doméstico. El elemento sobrenatural del cuento es que la joven mujer desaparece de la vista del hombre, aunque sólo es porque se esconde, como por arte de magia, en la copa de un árbol. Tiene el relato un eficaz final abierto, termina con el anciano zapatero de Guanajuato que regresa a proteger a la señora que lo socorrió antes y el secreto del comportamiento de la misteriosa mujer sigue en suspenso.
A mi entender, el más inquietante cuento del volumen se titula “¿Qué hora es…?” Una joven mujer rubia, de piernas largas, elegante, que se desliza como bailarina al caminar, llega a un hotel y le pregunta al conserje que abre la puerta “¿qué hora es?” Pronto se sabe que espera que su amante llegue al aeropuerto y luego al hotel en tres horas y 47 minutos. El portero del hotel, el gerente y hasta la recamarera admiran fascinados a la extravagante y etérea dama. Las horas, los días y los meses pasan sin que la mujer deje de asegurar el inminente arribo de su amante. Ella muere, y ante la consternación de todos, llega horas después el amante, quien es conducido al cuarto de la señora. Nadie vuelve a verlo, pero una raqueta de tenis, que era lo único que portaba el amante al llegar al hotel, está sobre la cama en la habitación de la mujer.
El final del relato proviene de Coleridge que recupera Borges así: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y al despertar encontrara una flor en sus manos… ¿entonces, qué?”
Cito el original de Coleridge que encontré en línea:
¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí tomaras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar… tuvieras esa flor en la mano?
Elena Garro cambia la romántica flor por una moderna raqueta de tenis, pero el cuento conserva la incertidumbre de si el amor es imaginado por la mujer o es real, y la prueba de su realidad, que encarna (valga la licencia) en un fantasma, es la raqueta. Por lo demás, el dibujo de los personajes del hotel, pero sobre todo el retrato de Lucía Mitre, la protagonista, que tiene ojos color de té y usa un vestido de gasa, vale mucho más la pena que la recreación del subtexto de Coleridge que, por supuesto, le añade una incertidumbre entre el mundo real y el fantástico.
Las feministas, con toda razón, protestaron porque en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a una de las obras de la Garro le colocaron un cintillo que a modo de réclame publicitario decía: “esposa de Octavio Paz y amante de Bioy Cazares”. En efecto es una frase sexista e inadmisible, pero debo confesar que la raqueta me recordó de inmediato a Bioy Cazares que, en efecto, gozó fama de tenista. No sólo eso, en Testimonios sobre Mariana, Garro relata sus amores con Bioy Cazares y le otorga al marido de la protagonista el nombre de un emperador romano, Augusto, cuyo nombre completo era Octavio Augusto, en un obvio intento de trasparentar la clave de la novela. Hay que recordar que como Vargas Llosa o Benjamin Constant, por mencionar dos casos evidentes, muchos conciben la literatura como un ajuste de cuentas. En lo personal, suscribo la idea de Bárbara Jacobs que asegura en su novela Lunas que toda obra literaria es (en última instancia, añado yo) autobiográfica.
Un dato curioso es que el texto de Borges que citamos líneas arriba que resume el poema de Coleridge, aparece en la archicélebre Antología de la literatura fantástica (1940) de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, que se dice abrió el camino al reconocimiento de la literatura fantástica en el mundo y sin duda dio pie al cuento de Elena Garro. Como es sabido, Silvina Ocampo fue esposa de Bioy, precisamente desde 1940. Que el escritor argentino solía ser infiel lo prueban dos hijos extramatrimoniales, la niña fue adoptada por su esposa, al hijo lo reconoció ya adulto y muerta ya la Ocampo.
Los tres cuentos comentados aquí, forman parte del volumen titulado La semana de colores y al resto de ellos me referiré en la segunda parte de este comentario.